Cap.
IX: Del amor
1Dice el
Señor: Amad a vuestros enemigos, [haced el bien a los que os
odian, y orad por los que os persiguen y calumnian] (Mt 5,44).
2En efecto, ama de verdad a su enemigo aquel que no se
duele de la injuria que le hace, 3sino que, por amor de
Dios, se consume por el pecado del alma de su enemigo. 4Y
muéstrele su amor con obras.
Con que facilidad
nos deja la muerte sin palabras. De pronto no sabemos qué decir.
Vivimos muchas veces fluctuando entre la luz de Dios y las tinieblas,
olvidando que Dios ama la vida en el fracaso, en lo que nosotros
creemos fracaso, tanto como en el éxito. A veces bastaría con que
nos detuviésemos un instante para escuchar el cántico que entonaron
los ángeles el día de nuestro nacimiento, para darnos cuenta de que
la vida eterna está aquí. La vida eterna es ahora. Pero nos da
miedo esta evidencia, como la de reconocer que la soledad es
compañía, aunque se tienen que haber atravesado muchos desiertos
para que nos sea dado descubrir esto. ¿Quién no ha sentido alguna
vez la más profunda soledad, incluso rodeado de una multitud? ¿Y
quién, en la más profunda soledad, no se ha sentido a veces parte
de todo el universo, siempre en compañía?
No volvemos a ser
los mismos después de haber estado expuestos a los rigores de la
soledad, que tanto se parecen a la muerte. Pero se trata de otra
prueba con la que debemos atrevernos si queremos seguir creciendo en
el viaje de nuestra vida; como percibir que la admiración es la
esencia de la contemplación. ¿De qué estamos hablando? ¿Qué es
lo que no nos atrevemos a mirar? ¿Por qué decimos con tanta
facilidad “yo eso no lo entiendo”, cuando lo que de verdad
estamos queriendo decir es “yo por esa puerta no quiero entrar”?
Pues vaya que si entraremos, sorprendiéndonos a nosotros mismos,
para descubrir que allí está Dios esperándonos, para
reconfortarnos y quitarnos todos los miedos, para hacernos
verdaderamente libres. ¿Por qué nos cuesta tanto despojarnos?...
La aceptación
momentánea de todo tal como es –morir, en cualquier momento- vale
más que mil años de piedad. A veces, bastaría con que hiciésemos
del tiempo nuestro aliado, aunque siempre lo es, incluso cuando
creemos tenerlo en contra. Apenas podemos saber lo que sucederá en
el futuro, pero ya hemos visto su belleza y su significado: como una
vaca pastando en un prado.
Para el cristiano la
vida no es un problema que haya que resolver, ni una pregunta que
haya que responder. La vida es un misterio, como la Trinidad es un
misterio, que hay que contemplar, admirar y saborear (como una
sinfonía), y de ese Misterio formamos parte. Todos, quien más quien
menos, todos tenemos alguna experiencia que por sí sola justifica
nuestra vida; pero ni eso hace falta, porque ya nos justifica Dios
con su amor. Hay algo, sin embargo, que no debemos olvidar nunca, y
es que únicamente vivimos cuando descubrimos el tesoro por el que
estamos dispuestos a morir, ese certificado de nuestra calidad de
vida.
Todos los ríos
cantan y enseñan la misma canción: “la fuente de todo el
sufrimiento humano es considerar permanente lo que por esencia es
pasajero”. El misterio de la vida no es otro que aprender a usar
los bienes materiales sin perder de vista los eternos y haciendo
realidad el Reinado de Dios en medio de las ocupaciones y el trabajo
en este mundo, en el amor y la familia, y la convivencia en la vida
de cada día.
Que pueda Cristo
decir de mí: “Este es mi cuerpo”. Y Él, que es el Camino, la
Verdad y la Vida, nos susurra al oído: Presta tu adoración en el
templo del momento presente. Aunque es posible que en nuestro
victimismo no nos creamos dignos, por eso debemos aprender a
contemplar nuestro pecado para ver que el arrepentimiento alcanza su
plenitud cuando uno consigue agradecer incluso sus propios pecados.
¿Qué canto
querrías que tu corazón cantara cuando vayas a morir? ¿Nos
atreveríamos a cantarlo ahora? Deberíamos… Porque si nos hemos de
atrever a volver a nacer, no debemos huir de lo desconocido; pues
cada día, de algún modo, vivimos una pequeña muerte y una pequeña
resurrección. ¿Quién puede reclamar el mérito de habernos
enseñado a amar? ¿Jesucristo…? Seguro que sí.
¿Es nuestro amor a
Dios lo bastante firme como para que podamos enfrentarnos a Él?
También estos momentos, a veces, suelen ser propicios para ello…,
sin dejar de ser una acción de gracias…, pese a todo, pese a
tanto.
La oscuridad revela
la ardiente belleza de la llama. La muerte revela el frágil encanto
de la vida. Por eso necesitamos que nuestro camino sea el verdadero.
¿Y cómo lo sabremos?... Cuando seas capaz de entregar libremente
tus manos y pies para ser clavados, y tu corazón para ser atravesado
y desangrado, entonces conocerás, al fin, el sabor de la vida y la
liberación.
Para
conseguir una auténtica felicidad, hay que liberarla de las trampas:
la principal es quizá la que afirma que sólo se puede ser feliz en
los momentos luminosos de la vida; que en la felicidad nunca caben
las lágrimas. Pero es posible una alegría profunda. Hecha de risas
y lágrimas, capaz de vivirse en los momentos de euforia y de fiesta,
pero también en las horas más oscuras. Es posible un gozo con
raíces hondas, que se disfruta en los días radiantes, pero que no
se apaga sin más ante la dificultad y la zozobra. Es posible la
alegría, también de noche. Es posible, en fin, una felicidad
liberada de la tiranía de sentirse bien a toda costa. ¿Puede haber
alegría escondida en el dolor?...
El misticismo –que
está al alcance de todos, porque siempre es un don de Dios- es
sentir agradecimiento por todo…, (también por lo que nos
arrebatan, sobre todo por eso…).
(…al fin y al
cabo, qué es la iluminación sino darse cuenta, ser consciente del
espíritu que nace en toda carne…/.)
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