5º domingo de Cuaresma Jn 12, 20-33
Acabamos
de oír el último discurso público de Jesús en el templo. La última controversia
con “los judíos”. Los jefes ya han decidido su muerte. El Cristo no puede
morir, dicen algunos, y es cierto que el elegido de Dios no puede fracasar;
pero Jesús irá a la cruz, lo cual es un escándalo. Pero, para el que ha querido
ver, Jesús les pone, y nos pone, en la tesitura de elegir entre esa teología
racionalista nacida de sus mentes o su Palabra, porque su enseñanza se está
convirtiendo ya en opción definitiva: “La luz aún está con vosotros, por
poco tiempo. Caminad mientras haya luz, no vaya a ser que os alcancen las
tinieblas. El que anda en tinieblas no sabe a dónde va. Mientras tenéis luz,
creed en la luz, y seréis hijos de la luz”.
¿Hasta dónde estamos dispuestos a aceptar la cruz? Es
la cumbre de su tarea: dar la vida como expresión máxima de su entrega a su
misión, a la voluntad del Padre, en la cual vemos la expresión del amor de
Dios.
…Cristo
crucificado, necedad para los sabios, escándalo para los judíos…
En
una primera mirada, siempre nos produce horror. ¿Siendo su Padre el
Dios del amor, cómo puede permitir esto? Así el Crucificado no es otra cosa que
escándalo, y todos los crucifijos-adorno no son otra cosa que signos de
superficialidad, casi blasfemia. Significa que no nos afecta el horror de la
cruz.
En
una segunda mirada, el Crucificado es misterio que no podemos entender,
pero a pesar de lo cual seguimos creyendo en Dios Padre. No podemos entender
que Jesús, el mejor de los hombres, el más inocente y el más limpio, tenga que
acabar así ante la inoperancia del que se llama Padre y le llama “mi
predilecto”. A pesar de lo cual, seguimos creyendo, porque tenemos suficientes
evidencias para aceptar a Jesús y su mensaje sobre el Padre. Creemos a pesar de
la cruz de Jesús: Creemos en Dios Padre a pesar de la cruz de tantos humanos
crucificados por el mundo. En esta línea los crucifijos se ocultan, los miramos
con estremecimiento, nos atrevemos a mirarlos de vez en cuando porque desafían
nuestra fe.
Una
tercera mirada entiende la dimensión última del amor en un mundo lleno
de mal. Jesús, el hombre lleno de Espíritu, hace de su vida entera una pelea
contra el mal y la oscuridad. Por eso cura y enseña. Y por eso el mal se le
opone y buscará matarlo. En Jesús vemos a Dios luchando contra el mal, la
enfermedad, la ignorancia y el pecado. Y esta lucha le va a llevar hasta el
final, hasta dar la vida. Y vemos en Jesús a Dios llegando hasta el final,
porque obras son amores. La cruz es la cumbre de su lucha y su entrega. Así,
creemos en Jesús precisamente porque no baja de la cruz. Y por Jesús
crucificado creemos más en el amor de Dios. Y los crucifijos se convierten en
nuestro desafío a la lógica del mal. Pero esto supone una completa revolución
de nuestros criterios, nuestra teología y nuestra manera de vivir.
Habíamos
pensado en Dios como dueño del bien y del mal, Señor absoluto que produce de
alguna manera los males del mundo, que podría considerarse incluso como
“culpable” de la cruz de su hijo. Jesús crucificado nos dice que el mal
está ahí, y Dios está enfrente, peleando contra el mal. El mal está en
la deformación religiosa, en los cambalaches políticos, en la soberbia
dogmática, en las trampas económicas, en los sentimientos de venganza, de
lujuria, de… El mal está ahí. Y Dios no está en el origen de eso, sino
enfrente, peleando contra todo eso. Jesús está también enfrente, enfrentado al
mal. No es el Dios lejano inatacable por el mal; es el hombre, que puede, que
tiene que sufrir el mal; pero el hombre lleno de Espíritu, que es capaz de
triunfar del mal, aunque el mal parezca, a primera vista, derrotarle.
Algunas
cosas sólo las podemos entender aceptando la Palabra, que ante nuestra razón
tantas veces se manifiesta como locura. En ciertos niveles, nuestra
lógica no puede sino naufragar. Querer comprender a Dios es como tratar de
coger agua con un cesto. De Dios sabemos lo que Él nos ha dicho, con todo lo
demás siempre nos arriesgamos a “hacerlo a nuestra imagen y semejanza”.
Y
otro tanto sucede cuando tratamos de comprender al ser humano, porque el barro
lo podemos analizar, pero ¿qué microscopio nos mostrará al Espíritu de Dios que
habita ese barro?
De
Dios sólo podemos entender lo que Jesús nos muestra… Pero esa fascinación se
tambalea al verle crucificado: “Si el grano de trigo no cae en la tierra
y muere, queda él solo; pero si muere da mucho fruto. El que ama su vida, la
pierde; el que odia su vida en este mundo, la guarda para la vida eterna”.
Por
esta razón, la cruz no puede separarse de la resurrección. La
cruz muestra el final de la lógica, es locura y escándalo; el mal parece más
fuerte que Dios, nos quedamos sin esperanza.
Jesús
resucitado es la lógica de Dios: la fuerza del Espíritu es mayor que el mal,
aunque pueda parecer sometida y vencida. Por eso, la cruz es una evidencia de
los sentidos, como el mal. Pero la resurrección, la fuerza del Espíritu, es
objeto de fe.
Jesús
sufre y muere, como todo ser humano, pero no desaparece, como nadie desaparece,
ni ningún bien, porque Dios no muere. Y la muerte no es más que el final
del engaño, el final del poder de las tinieblas, el final de la apariencia.
Sólo muere lo que no es verdad. El Espíritu no muere. Ni las obras de la luz.
Ni Jesús, porque está lleno del Espíritu. Ni nosotros, si lo estamos…