EN EL MANANTIAL

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ESTUDIO DEL PINTOR

jueves, 29 de agosto de 2019

LA TEOLOGÍA DE LA PARADOJA




LA TEOLOGÍA DE LA PARADOJA

“Lo que es imposible para los hombres es posible para Dios” (Mt 19, 25-26).
“Cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 11,10)

El arte de acompañar a la gente en el camino espiritual es un arte ‘mayéutico’, “de comadrona”, así llamaba Sócrates a su ‘cura de almas’, a su método de hacer que el alumno llegue personalmente a la verdad ayudado por las preguntas del acompañante, inspirándose para acuñar el término en el oficio de partera de su madre; es preciso ayudar a la persona concreta, sin ninguna manipulación, para que en su situación singular encuentre su camino, madurando hasta dar a luz una solución sobre la que sea capaz de asumir la responsabilidad. “La Ley es clara”, pero la vida es compleja y ambigua; a veces la verdadera respuesta es el valor y la paciencia de ‘perseverar en la pregunta’.
Sobre el tema de los acontecimientos pascuales cada cristiano ha escuchado muchísimas reflexiones y homilías, pero ¿se ha convertido realmente la Pascua en la auténtica clave que nos abre la comprensión de nuestra vida y de la situación actual de la Iglesia? Solemos evocar bajo el concepto de ‘cruz’ más bien nuestras dificultades personales, como la vejez o la enfermedad; sin embargo, la idea de que ‘también en nosotros, en la Iglesia, en nuestra fe, en nuestras seguridades tiene que “morir” mucho, que ser crucificado, para abrirle espacio al Resucitado’ es para muchos de nosotros los cristianos, me temo, completamente lejana.
Si confesamos “la fe pascual, en cuyo centro está la paradoja de la victoria por medio de la absurda derrota”, ¿por qué tenemos tanto miedo a las propias derrotas, incluyendo la demostrable debilidad del cristianismo en el mundo actual? ¿No nos habla Dios a través de estos hechos, de modo similar a como habló mediante el relato que rememoramos al leer el Evangelio pascual?
Sí, cierta forma de religión, a la que nos habíamos habituado, está muriendo, es verdad. Las épocas de crisis y las épocas de renovación son parte de la historia de las religiones y de la historia del cristianismo; sólo está realmente muerta una religión que no atraviesa cambios, que se ha salido de ese ritmo de la vida. 
Los Evangelios comienzan a ser ‘evangelio’, buena noticia (euangelion), anuncio liberador de la salvación, ‘con el anuncio de la resurrección’: de aquello que hasta entonces hasta a los mismos discípulos les parecía increíble. No es de extrañar: es, desde luego, “imposible”, al menos en el sentido de que algo así no reside ni en las posibilidades de la capacidad humana ni en el entendimiento del ser humano, de que es algo radicalmente distinto a todo lo que conocemos por experiencia nosotros o cualquier persona. Y es que la resurrección de Jesús no es, en el sentido bíblico y teológico, la “vivificación de un cadáver”: resucitación, vuelta al estado original, a este mundo y a esta vida que terminará de nuevo con la muerte; a los autores neotestamentarios, y en especial a Pablo, les importa que no confundamos estas cosas. La “resurrección de Cristo” no es ningún otro ‘milagro’ de la serie de prodigios a los que ya está acostumbrado cada lector de la Biblia; con este concepto (si lo prefieren, imagen, metáfora..., pues cada discurso sobre Dios depende de imágenes y metáforas) quiere decirse ‘mucho más’. Por eso este anuncio -el evangelio de la Resurrección- exige de nosotros una respuesta mucho más radical que simplemente el formarnos una determinada opinión sobre lo que pasó con el cadáver de Jesús; es necesario ante todo hacer algo con nuestra propia vida: también nosotros hemos de experimentar una profunda transformación, en palabra de Pablo “morir con Cristo y resucitar de nuevo de entre los muertos”. La fe en la resurrección incluye el valor de “cargar con la cruz” y la decisión de “vivir en una vida nueva”; sólo entonces, si el acontecimiento del que habla el relato pascual transforma nuestra existencia, se convierte para nosotros en ‘evangelio’, en palabra “llena de vida y fuerza”.
Es posible leer el relato de la Pascua de dos modos absolutamente diferentes. Bien como ‘drama en dos actos’, en cuyo primer acto un hombre justo e inocente es condenado y ejecutado, siendo en el siguiente, el segundo, resucitado y aceptado por Dios. O como un drama en un acto, en el que ambas versiones del relato se desarrollan simultáneamente.
Esa primera lectura significa que la “resurrección” es un ‘final feliz’ y entonces todo el relato es un típico mito o un cuento optimista que acaba bien. Semejante relato puedo escucharlo y pensar que más o menos así habrá sido (algo que la gente confunde con la “fe”), o juzgar que no debió ser así, que aquello no pasó de esa manera… o no pasó en absoluto (y esto lo confunden con la “falta de fe”).
Sin embargo, sólo la segunda lectura, la “paralela”, es lectura ‘con los ojos de la fe’. Fe significa aquí por supuesto dos cosas: por una parte, la ‘comprensión de que se trata de una paradoja’ (de que esa segunda capa del relato, la “resurrección”, es la ‘reinterpretación’ de la primera, no su feliz desenlace posterior), y, por otra parte, ‘la decisión de unir este relato con el relato de la propia vida’. Esto significa “entrar en el relato”: y a su luz entender de nuevo y vivir de forma nueva la propia vida, ser capaz de cargar con su carácter paradójico, no tener miedo de las paradojas que trae la vida.
En esta segunda forma de lectura del mensaje del relato pascual no hay “optimismo” (‘opinión’ de que todo acabará bien, de algún modo), sino ‘esperanza’: capacidad de “reinterpretar” hasta lo que no termina bien (pues toda la vida humana puede ser vista como una “enfermedad incurable, que termina necesariamente con la muerte”), para poder aceptar la realidad y su carga y perseverar en esa situación, aguantar, y, si es posible, ser, además, útil a los demás.
En nuestra proclamación del anuncio de la resurrección “no puede quedar silenciado el grito del Crucificado”, pues, si no, en lugar de la teología cristiana de la resurrección ofrecemos un banal “mito de la victoria”.
La fe en la Resurrección no debe trivializar lo trágico de la vida humana, no nos posibilita zafarnos de la carga del misterio (incluido el misterio del sufrimiento y de la muerte), no tomar en serio a los que luchan con dificultad por mantener la esperanza, a los que soportan “la fatiga y el calor del día” de los desiertos exteriores e interiores de nuestro mundo.
…///…
Uno de los amigos fieles y discípulos de Sigmund Freud, el teólogo protestante Oskar Pfister, respondió a su maestro a la pregunta de si, como cristiano creyente, podía ser tolerante con respecto a su ateísmo: “Si considero que usted es mucho mejor que su falta de fe y yo mucho peor de lo que mi fe exige, juzgo que la diferencia entre nosotros al fin y al cabo no es tan grande, y no veo motivo por el que no pudiéramos tolerarnos”.

(Tomáš Halík)


viernes, 23 de agosto de 2019

JESÚS Y LAS MUJERES...


JESÚS Y LAS MUJERES…

Su madre en las bodas de Caná: le cuenta lo que les pasa a los novios -que no les queda vino-, Jesús protesta arguyendo que aún no ha llegado su hora, pero María no le hace ni caso, y les dice a los sirvientes que hagan lo que él les diga. Y ahí está el tío, dándole cuerda al reló…
(Mt 15, 21,28).- "Saliendo de allí Jesús se retiró hacia la región de Tiro y de Sidón. En esto, una mujer cananea, que había salido de aquel territorio, gritaba diciendo: «¡Ten piedad de mí, Señor, hijo de David! Mi hija está malamente endemoniada.» Pero él no le respondió palabra. Sus discípulos, acercándose, le rogaban: «Concédeselo, que viene gritando detrás de nosotros.» Respondió él: «No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel.» Ella, no obstante, vino a postrarse ante él y le dijo: «¡Señor, socórreme!» El respondió: «No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos.» «Sí, Señor - repuso ella -, pero también los perritos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos.» Entonces Jesús le respondió: «Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas.» Y desde aquel momento quedó curada su hija." 
Jesús estaba acostumbrado a vivir de la escucha de la Palabra de su Padre y en esta escena Él le comunica su voluntad a través de la fe e insistencia de una pobre mujer pagana. En el comienzo del encuentro, Jesús parece convencido de que Dios no le envía más que a las ovejas perdidas de Israel -¡vamos, que parece un ignaronacionalista cualquiera!-; al final, descubre gracias a la mujer que su envío abarca también a los paganos y alejados del pueblo de la Alianza. Dios sigue comunicándonos su voluntad también a través de aquellos que nunca hubiéramos pensado que eran portadores de su Palabra.
Por ello, muchas personas se escandalizan de las elecciones que Dios va haciendo a lo largo de la historia. El pueblo de Israel se consideró siempre pueblo elegido. ¿Tiene Dios acepción de pueblos? La comunidad cristiana se considera agraciada con el don de la fe. ¿Es que Dios es arbitrario y caprichoso, a unos les da fe y a otros se la niega? ¿No es la salvación para todos? Conviene tener muy claro que la fe y la elección no son privilegios que Dios otorga, sino “responsabilidades y misión” que Dios encomienda. Israel y la Iglesia están llamados a ser mediadores de salvación para toda la humanidad. Jesús parece forzar la escena para que la cananea insista humildemente en su derecho a participar de los bienes de la salvación, a pesar de ser extranjera (¡Cómo nos cuesta un Jesús al que le enseñen!). Pero la escena termina abriendo la salvación a todo el que cree: “Mujer, qué grande es tu fe”.
Y lo más curioso, Jesús es corregido y se deja corregir, por una pobre mujer cananea, una gentil, una “don nadie”. Aquí nos vendría muy bien una meditación acerca de cómo reaccionamos nosotros cuando nos corrigen, y además con razón.

domingo, 11 de agosto de 2019

SEMILLAS PARA LA ESPERANZA Mt 103,1-23


Del Evangelio según san Mateo 13, 1-23
SEMILLAS PARA LA ESPERANZA
A este momento de la vida de Jesús corresponde la enseñanza de las parábolas sobre las semillas: del sembrador, de la semilla que crece por sí sola, del grano de mostaza... Corresponden a un momento de crisis del ministerio de Jesús. Jesús empieza a hablar de las semillas, como símbolo del porqué de su esperanza, a pesar del realismo, cuando comienza a cundir el desaliento entre los suyos; cuando emergen los desánimos y surgen preguntas como éstas: ¿Por qué la muchedumbre que, en una primera etapa, se agolpaba junto a ti, Señor, ha comenzado a cansarse y ya no te sigue? ¿Por qué el número de fieles discípulos que continuamos a tu lado no aumenta? ¿Por qué el Reino que predicas, y que dices que ya ha comenzado, no crece o, al menos nosotros no lo vemos crecer? ¿Por qué las autoridades religiosas desconfían de Ti y el pueblo no se convierte? ¿Por qué todo parece seguir igual?
Son preguntas similares a las que nosotros hemos formulado tantas veces: ¿por qué la Palabra de Dios -si verdaderamente es Palabra de Dios- no arrolla al mundo, no lo cambia en un abrir y cerrar de ojos? ¿Por qué nuestro apostolado tiene tan poco fruto y hay tanta desproporción entre el esfuerzo que invertimos y lo que cosechamos? ¿Por qué nuestro mensaje no es atractivo? ¿Por qué la gente no corresponde inmediatamente, de tal manera que lo comprenda con prontitud, lo asimile y lo ponga en práctica?
En fin, todas estas preguntas, que, a veces, nos queman, podemos resumirlas en ésta: ¿por qué va así el Reino de Dios y no hay una inmediata correspondencia entre el poder de la Palabra y su realización? Ante estas preguntas que parecían propiciar el desaliento, comienza Jesús a hablar de las semillas para levantar la esperanza.

Parábolas para la esperanza
Las parábolas -que tienen a la semilla como protagonista común- nos dan, cada una con sus matices propios, la respuesta a esta pregunta fundamental. ¿por qué la Palabra de Dios no produce fruto inmediatamente y no transforma al mundo, a los demás, a mí mismo?
1.- La parábola del sembrador -que hoy hemos leído, y con la que se abre "el discurso en parábolas" de Jesús del evangelio de san Mateo- trae este mensaje: la Palabra de Dios no produce frutos automáticamente. Porque el Reino es propuesta de un Dios que es Amor, no imposición. Y, como propuesta amorosa, corre el riesgo de la no aceptación. Y es que el misterio del Reino no puede interpretarse con categorías de eficacia (basta poner los medios para obtener los resultados adecuados); porque es un misterio de diálogo personal; de un Amor que busca una respuesta amorosa y, por tanto, libre. Y, de esta manera, la Palabra de Dios asume el riesgo de que se la coman los pájaros (es la semilla al borde del camino; es decir, la palabra escuchada pero no entendida, que no llega al corazón y se queda en la epidermis) o del secarse sin raíces entre las piedras (que cae en un corazón inconstante y, tras el primer entusiasmo, se disuelve ante las dificultades o de quedar ahogada por las espinas (por los afanes de la vida y la seducción de las riquezas).
En conclusión: la Palabra no produce automáticamente fruto sino humildemente, y, aunque es divina, se adapta a las condiciones del terreno o, mejor, acepta las respuestas que da el terreno, y que muchas veces son negativas. Pero cuando la tierra es buena y fértil, produce un fruto abundante que puede llegar hasta un treinta, un sesenta o incluso un ciento por uno.
Así Jesús les explica a los apóstoles por qué Él predica y su palabra no es eficaz. En realidad, la Palabra no es ineficaz; lo que falla muchas veces es la acogida. Esta parábola pretende ser la justificación de Jesús ante los suyos, que quieren un éxito más grande, casi automático.
2.- Con la parábola de la semilla que crece por sí sola quiere decir a los apóstoles que la Palabra da fruto a su tiempo. Hay que tener confianza, porque la Palabra sembrada va adelante por sí misma. Hay, pues, que sembrarla con valentía, no permanecer inactivos con el pretexto de que el terreno no sirve y que hay que esperar mejores condiciones; no hay que creer que somos los dueños de la Palabra.
La primera parábola da una enseñanza de realismo -mucha porción de semilla se pierde y hay que contar con ello-, y ésta enseña, una confianza absoluta en que la Palabra, por sí misma, dará fruto. Sólo hay que sembrarla con audacia, paciencia y perseverancia.
3.- La parábola del grano de mostaza se dirige a unos discípulos preocupados porque el grupo de seguidores sigue siendo pequeño, no se desarrolla; discípulos inquietos porque mucha gente no toma en serio al Maestro.
Jesús les dice: "No tengáis prisa. El Reino de Dios comienza con poco, dejad que las cosas se desarrollen al ritmo de la "paciencia de Dios". De las pequeñas semillas, de esos comienzos casi imperceptibles, brotará el Reino hasta llegar a su plenitud". De este modo Jesús pide a los discípulos un cheque en blanco: "Tened confianza absoluta en Mí. ¡Seguidme! Vosotros percibís que las cosas no marchan como os habíais imaginado; creíais tener un Maestro que atraía multitudes. Esto no es así. Y no depende de mí. Depende del hecho de que el Reino tiene la estructura de una propuesta de persona a persona; pero el Reino es poder de Dios y, por tanto, se desarrolla y crece. De lo poco Dios producirá lo mucho; de lo poquísimo, se lograrán cosas inmensas".
Así, Jesús educa a los suyos para que cierren los ojos a lo que parece realidad porque se ve y los abran a lo que realmente existe. Y lo que realmente existe es la realidad misteriosa del reino de Dios, que está fermentando silenciosamente, sin que nos demos cuenta, y dará fruto a su tiempo. "¡El que tenga ojos para ver, que vea; el que tenga oídos para oír, que oiga!", repetirá Jesús. esto nos lo dice también a nosotros. Con sus parábolas de las semillas, Jesús nos enseña 1) a abrir los ojos para ver lo invisible; 2) a sembrar.

Ojos para ver
Jesús nos invita a "vivir de fe". Y esto significa no vivir en la superficie sino taladrarla hasta llegar allí donde crecen las semillas del Reino y donde se puede oír su clamor. Con las parábolas de las semillas, Jesús nos enseña a mirar más hondo, para descubrir lo que es "invisible a los ojos": que el mundo está habitado por la presencia viva, amorosa, crítica e interpelante de un Dios de infinita y amorosa paciencia.

Sembrar
Decía Jesús, con sus parábolas sobre las semillas, que hay que sembrar con audacia y perseverancia, sin esperar a que existan mejores condiciones para la siembra. Lo nuestro, por lo tanto, es sembrar. Y sembrar con generosidad. San Pablo, que tanto habló también de las semillas, nos recuerda: "El que siembra tacañamente, tacañamente cosechará; y el siembra generosamente, generosamente cosechará" (2 Cor 9,6).
Sembremos la "Palabra que crece sola" y las obras del Espíritu que habita en nosotros (Rom 8,11). Porque cuando sembramos la Palabra y los "frutos del Espíritu"  (Ga 5,22): amor, alegría, paz, paciencia, bondad, fidelidad…, el Reino crece.
Si tuviéramos esos "ojos de fe" que no se quedan en la superficie, sino que llegan hasta el Misterio Acogedor que habita nuestro mundo y nuestra historia, veríamos y oiríamos el despertar de las semillas del Reino. Porque en este mundo nuestro, tan áspero y tan osco, que parece tan dejado de la mano de Dios, las semillas del Reino se van abriendo. En él, hay semillas de amor, de fidelidad, de paciencia, de gozo, de mansedumbre..., a pesar de todos los eriales y de todos los desolados desiertos que las circundan. Si miramos a nuestro alrededor -y también a lo largo y ancho de nuestra vida-, apreciaremos que hemos conocido y conocemos a muchas personas que, con entrega paciente, su bondad abierta, su afabilidad contagiosa, su lucha por la justicia y la paz... están sembrando las semillas del Reino.
Actuemos también nosotros así. Salgamos a sembrar. "En el movimiento de Jesús no necesitamos cosechadores. Lo nuestro no es cosechar éxitos, conquistar la calle, dominar la sociedad, llenar las iglesias, imponer nuestra fe religiosa. Lo que nos hace falta son sembradores. Seguidores de Jesús que siembren por donde pasan palabras de esperanza y gestos de compasión. Ésta es la conversión que hemos de promover hoy entre nosotros: ir pasando de la obsesión por cosechar a la paciente labor de sembrar. Jesús nos dejó en herencia la parábola del sembrador, no la del cosechador".
Pero, al salir a sembrar, recordemos la enseñanza de Jesús sobre las semillas. Él nos dijo:
1.- Que las semillas crecen de noche, mientras el hombre duerme. Y es Dios quien las hace fructificar. Pongamos nosotros las semillas sin desanimarnos -aunque no las veamos crecer al ritmo que quisiéramos- y dejemos que sea Él quien las haga florecer.
2.- Que las semillas deben pudrirse -morir- para dar fruto, vida. Toda semilla tiene cierto sabor a cruz. Las semillas del Reino que podamos sembrar también darán a nuestras vidas un cierto talante de sacrificio y de cruz. Pero así, nuestras vidas crucificadas -para dar vida, hay que dar de la propia vida- estarán al servicio del crecimiento del Reino.
3.- Que las semillas son diminutas, casi sin importancia. Son como el grano de mostaza. También el amor, la fidelidad, la mansedumbre o la paz que pongamos en el mundo nos pueden parecer pequeños y sin valía. Sin embargo, el grano de mostaza crece y crece hasta fructificar en un arbusto gigante. También las pequeñas semillas del Reino que podamos sembrar en nuestro mundo crecerán hasta que Dios sea todo en todos, comunión total.

Nosotros, que sabemos, con fe pascual, que la entrega de la vida de Jesús, su muerte, fue la semilla primeriza de una gran cosecha, iniciada irreversiblemente en su Resurrección, sembremos con esperanza. Apoyados en Jesús -Él es nuestra esperanza (1Tim 1,1)-, invirtamos en el amor, esta siembra nunca se pierde.

(No recuerdo el nombre del autor@)

¿Te ladran los perros?...2019


...¿TE LADRAN LOS PERROS?... 2019
El camino hacia mi tesoro -¡lo que estoy llamado a ser!- también pasa por el diálogo con los perros furiosos, es decir, el diálogo con mis pasiones, mis pulsiones, mis problemas, miedos y heridas, con todo lo que ladra dentro de mí y amenaza con tragarse mis energías.
Una espiritualidad desde arriba empezaría por encerrar los perros en una torre y se haría construir al lado un bonito chalet de ideas. Pero siempre habría que vivir allí preocupados ante la posibilidad de que un día los perros pudieran escaparse y devorar al primero que se encontraran por delante. Habría que vivir además en angustia permanente ante la posibilidad de emboscadas de las diversas concupiscencias, ante las tentaciones, constante espiritual en la vida de las personas piadosas. Y, sobre todo, quedaría uno aislado de la vida. “Todo lo que se reprime o se aparca queda restado de la vitalidad”. Los furiosos perros ladradores están plenos de vitalidad. Si los encerramos quedamos privados de su energía, necesaria para llegar a Dios y al encuentro de nosotros mismos. La torre, en la que nos encontramos con los perros, es un símbolo de maduración humana; la torre hunde sus cimientos en la tierra y se eleva al cielo. Es redonda, símbolo de la totalidad. Si por un elevado idealismo encerramos y atamos los perros ladradores, nos condenamos a vivir en tensión permanente por miedo a que un día se suelten y salgan. Muchas veces huimos de nosotros mismos, nos da pánico mirarnos al interior por miedo a ver allí un peligroso perro. Pero cuanto más encadenemos los perros más furiosos se vuelven. Se trata, por tanto, de armarse de valor y penetrar en la torre y allí, en paz, dialogar confiadamente con ellos (no por miedo de pensamientos anulados por actos: al fin y al cabo los esfínteres pueden ser liberadores de heces o de tensiones, y moralizar la biología no suele llevar precisamente al paraíso. A nadie amenaza más el orgullo que al que cree encontrarse en un estado de perfección, disponiendo de los medios más idóneos para recibir a Dios. Y si sucumbe a él, entonces es peor que el asesino en serie que no ha tenido las oportunidades del monje. Se prostituye espiritualmente, lo cual es infinitamente peor que hacerlo corporalmente. Debe, pues, ser consciente de que, entre los que se arrastran por el fango, hay quienes son, o llegarán a ser, mejores que él, y cuya santidad brillará en este mundo o en el otro: “He visto almas impuras que se arrojaban hasta el paroxismo en el ‘eros’ físico. La experiencia misma de ese ‘eros’ los llevó al cambio… Por eso, Cristo, hablando de la casta prostituta, no dice que ella había tenido miedo, sino que había amado mucho, y que había podido fácilmente superar el amor con el amor). Pronto nos descubrirán el secreto del tesoro que guardan. Ese tesoro puede ser un nuevo impulso de vida, un nuevo estilo de autenticidad personal, la nueva manera de ser yo mismo hasta completar la imagen que Dios se ha formado de mí.

Trigo y cizaña
Liberados por Dios, no estamos bajo el dominio de los príncipes de este mundo. No se alza ningún juicio contra un mundo que fuese ‘fuente’ de mal. El mundo todo lo más es ambivalente. Él solo tiene que ser liberado, si se puede hablar así. Ni siquiera su cizaña puede ser arrancada (Mt 13,24-30): bien porque no lo sea más que a los ojos de nuestra impaciencia sin discernimiento; bien porque, incluso separada del trigo, no deja de guardar en ella misma un principio válido que permanece y cuya economía ignoramos (¿con qué derecho antropocéntrico determinamos que una hierba es una mala hierba? ¿en qué cabeza cabe salir al campo a ilegalizar plantas?); bien porque incluso la cizaña más cualificada como mala hierba pueda, ser convertida de arriba abajo, como un Saulo en un Pablo, precisamente porque su naturaleza básica no está corrompida.
(El Cosmos. Adolphe Gesché)