Cap.
V: Que nadie se ensoberbezca, sino que se gloríe en la cruz del
Señor
1Considera, oh
hombre, en cuán grande excelencia te ha puesto el Señor Dios,
porque te creó y formó a imagen de su amado Hijo según el
cuerpo, y a su semejanza (cf. Gn 1,26) según el
espíritu. 2Y todas las criaturas que hay bajo el cielo,
de por sí, sirven, conocen y obedecen a su Creador mejor que tú. 3Y
aun los demonios no lo crucificaron, sino que tú, con ellos, lo
crucificaste y todavía lo crucificas deleitándote en vicios y
pecados. 4¿De qué, por consiguiente, puedes gloriarte?
5Pues, aunque fueras tan sutil y sabio que tuvieras toda
la ciencia (cf. 1 Cor 13,2) y supieras interpretar todo género
de lenguas (cf. 1 Cor 12,28) e investigar sutilmente las cosas
celestiales, de ninguna de estas cosas puedes gloriarte; 6porque
un solo demonio supo de las cosas celestiales y ahora sabe de las
terrenas más que todos los hombres, aunque hubiera alguno que
hubiese recibido del Señor un conocimiento especial de la suma
sabiduría. 7De igual manera, aunque fueras más hermoso y
más rico que todos, y aunque también hicieras maravillas, de modo
que ahuyentaras a los demonios, todas estas cosas te son contrarias,
y nada te pertenece, y no puedes en absoluto gloriarte en ellas; 8por
el contrario, en esto podemos gloriarnos: en nuestras
enfermedades (cf. 2 Cor 12,5) y en llevar a cuestas a diario
la santa cruz de nuestro Señor Jesucristo (cf. Lc 14,27).
¿NACIÓ JESÚS PARA QUE LE MATARAN?
Dicho de otra manera: ¿la muerte de Jesús estaba prefijada de
antemano por Dios mismo y, por tanto, lo fundamental es que Jesús
muriera para que Dios pudiera perdonarnos?
Jesús situó toda su existencia a la luz de la voluntad de Dios.
Ésta era el alimento que le daba identidad. Jesús quería que todo
su ser expresara esta misma voluntad de Dios (Jn 4,34). No se trata
de que Dios tenga una voluntad concreta para cada momento de la vida
histórica de Jesús como si todo estuviera prefijado de antemano.
Jesús debía expresar humanamente su voluntad originaria, radical.
Dicho con otras palabras, debía encarnar el designio eterno de Dios
para el mundo a través de los acontecimientos que fueran sucediendo
en el encuentro de las libertades de Jesús y los hombres. Jesús
tratará de mostrar con sus gestos, sus palabras, sus sentimientos...
lo que Dios mismo desde siempre quiere para el hombre y así desvelar
el 'misterio escondido desde antes de la fundación del mundo'
(Mt 13,35).
Jesús se comprenderá a sí mismo como aquel que ha venido para que
los hombres 'tengan vida y la tengan en abundancia' (Jn
10,10). Para que comprendan que la alianza que Dios ha hecho con
ellos nace de un amor fontal que no queda roto por la traición
humana, y que su misericordia es perdón que renueva al hombre y lo
lleva a la fuente de su ser, posibilitando que se reconstruya sobre
el cimiento firme del amor irrevocable de Dios. Para que comprenda
que la voluntad de Dios es discreta y dialogal, que se hace presente
sin robar la libertad, sino situando ésta ante sus más altas
posibilidades. Pero al vivir sólo de esta voluntad de Dios se
situará en conflicto con el mundo que no quiere vivir de ella y así
será marginado, rechazado y expulsado de él.
Jesús vivió habituado por esta amor originario, permanentemente
ofrecido a todos, discreto y paciente de Dios, que sabe incluso
padecer para convencer. Vivió con libertad frente a todo lo que
pudiera oscurecer este amor oponiéndose y enfrentándose a todo lo
que en el mundo estuviera cimentado fuera de él, ya fuese el poder
político, el poder religioso, las relaciones entre los hermanos...
Nuestro mundo, él lo sabía, vivía inconscientemente parasitado por
el miedo, la sospecha, el rencor, la envidia y la codicia. Como
Jeremías y otros antiguos profetas, él sabía que el corazón del
hombre estaba endurecido y no es fácilmente convencido por el amor,
ya que los intereses creados no están a salvo si el amor se hace ley
universal (Jn 2,24-25). En un mundo así, el amor de Dios sólo puede
decirse del todo aceptando no ser acogido y manteniéndose en
fidelidad a sí mismo. Y esta voluntad de Dios de que el hombre vea
su rostro fiel y amante incluso cuando es despreciado, es lo que
Jesús aceptó para sí.
La misión última de Jesús fue entonces hacer de su cuerpo, que
estaba creado para el amor, un signo de esa voluntad radical de Dios
también al ser acusado injustamente, rechazado mayoritariamente (por
acción u omisión) y odiado con la fuerza de un asesinato. La
obediencia que lleva a Jesús a la muerte no es la aceptación de un
castigo impuesto por Dios, sino la ofrenda de su cuerpo como lugar
donde el hombre pueda ver que Dios mismo no le rechaza ni siquiera
cuando esto le suponga sufrimiento y muerte, como lugar para mostrar
que el amor divino se niega a ser otra cosa distinta que puro amor.
Las palabras puestas por los evangelistas en boca de Jesús en
Getsemaní y en la Cruz,manifiestan su misterio interior. Manifiestan
que su vida se alimentaba de esta voluntad hasta coincidir con ella
aún en condiciones de amargura. Manifiestan a Cristo como reflejo
verdadero y último de aquel amor divino que sabe sufrir si es
necesario para dar al amado la posibilidad de volver. La obediencia
que lleva a Jesús a la muerte es la vivencia en condiciones de
rechazo de un amor siempre en acto, de un amor que no se niega a sí
mismo ni siquiera cuando es rechazado (Jn 12, 27-28).
Es éste el amor de Dios del que Jesús vive, que Jesús revela y que
Jesús entrega al hombre de una vez para siempre. Un amor que no
quiere la muerte de nadie, sino que acepta incluso la suya para
sellar la identidad más profunda de su vida y enseñar al hombre a
no tener miedo ni sospechar de él. Ésta es al lógica de aquellas
palabras, de las más hermosas y terribles de san Pablo: «¿Qué
más podemos añadir?: Si Dios está con nosotros, ¿quién estará
contra nosotros? El que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo
entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo no iba a darnos
todas las demás cosas juntas con él?»
(Rm 8,31-32).
Por eso hay que decir que Jesús
no nació para dejarse matar, sino para vivir el amor de Dios delante
de los hombres y convencerles, incluso si en el extremo no lo
aceptaban, de que este amor es la eterna fuente siempre despierta de
la vida plena de los hombres. Manantial inagotable abierto
ahora en la misma entraña de la historia, en la carne humana del
Hijo de Dios (Jn 7, 37-38).
(Jesús, el Cristo siempre vivo; F.G.Martínez, CCS)
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