LAS
ALABANZAS A DIOS
Las oraciones de alabanza al Señor son
algo que se ha perdido, casi por completo, en la liturgia actual de la Iglesia.
Nos resulta incómodo esta exteriorización de nuestros sentimientos. No casa con
nuestra imagen de gente educada y sofisticada. Nos resistimos a ella. Luchamos
contra ella. Nos preguntamos: ¿Para qué puede querer Dios nuestras
alabanzas?
La respuesta, desde luego, es que Él no
las necesita. Alabar a Dios es bueno, no porque Dios lo necesite, sino porque
es hermoso hacerlo, y sobre todo porque lo necesitamos nosotros. Las cosas,
verdaderamente maravillosas de la vida no son precisamente las que cubren
nuestras necesidades, sino los regalos aparentemente sin utilidad. La mayor
belleza aparece en los regalos totalmente innecesarios que se hacen los que se
aman. En la ofrenda de uno mismo está el amor. En medio del intercambio de
regalos surge la belleza.
Los que preguntan si Dios necesita
nuestras alabanzas, también pueden preguntarse si Dios necesita nuestra
adoración. En todo caso la respuesta es la misma. Dios no necesita que vayamos
cada domingo a la iglesia. No se siente más feliz luego de que hayamos estado
cuarenta y cinco minutos sentados allí. Nuestra oración no cambia a Dios, ni
intenta hacerlo. La adoración, especialmente la adoración de la Eucaristía, se
supone que es un intercambio místico y una ocasión para llevar a cabo un
intercambio de deseos.
El domingo, nosotros que durante la
semana hemos ido abandonando lentamente nuestras vidas en sus manos, vamos a
adorarle. Vamos juntos a celebrar la entrega de nuestras vidas. Nos ofrecemos
simbólicamente al Señor, abandonando nuestra autosuficiencia al confesar
nuestra debilidad, al ofrecerle toda nuestra atención al escuchar su Palabra,
con el regalo personal de su presencia en el Eucaristía liberándonos de todas
nuestras preocupaciones.
En este mutuo compartir sucede algo muy
hermoso, algo maravilloso que es, a la vez, humano y divino. Si esto no sucede,
nada ocurre. Si no sucede te sientes triste, defraudado. Las palabras de la
liturgia dejan de tener sentido y el acto de adoración no es más que un ritual.
No hay nada que pueda sustituir este
depositar, en manos de Dios, tu vida. Nada puede reemplazar al ofrecimiento de
tu presente y tu futuro en sus manos. Por mucho que participes en ceremonias
externas de liturgia, esta actitud no podrá sustituir la adoración interna.
Puedes intentar atraer al pueblo con banderas, guitarras, procesiones o lo que
se te antoje, pero eres un simple si crees en estas tretas por sí mismas. La
verdadera adoración es inspirada por la fe, no por los oropeles. (RR)
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