EN EL MANANTIAL

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ESTUDIO DEL PINTOR

jueves, 1 de octubre de 2015

POR LOS CAMINOS DE LA VIDA...



POR LOS CAMINO DE LA VIDA
Es la Iglesia la que, en su propio trascenderse a sí misma, nos enseña a "encontrar a Dios en todas las cosas creadas". No a buscarlo trabajosamente como se busca una moneda de oro en un montón de chatarra, sino a encontrarlo como el que ya estaba siempre ahí antes que yo. Cuando un oriental no cristiano busca en su meditación el camino que conduce al Nirvana y quizá llega a la gran iluminación, después le costará poco trabajo experimentar el vacío interior del mundo y de su propio yo mundano. Cuando un cristiano se encuentra en su meditación con el misterio de la plenitud de Dios en la entrega intratrinitaria de sí mismo, manifestada en Jesucristo, en su eucaristía y en su Iglesia, después le costará también poco trabajo volver a encontrar esa plenitud en el mundo, aparentemente tan vacío de Dios. Si reza de modo no meditativo, sino que se limita a poner ante Dios sus propios deseos, entonces ese volver a encontrar la plenitud de Dios en el mundo le resultará mucho más difícil. Quizá llegue a un cierto estado de conciencia cristiano en el que pida por él, por los suyos y por lo que a él le concierne personalmente, pero sin dejarse afectar lo bastante por el infinito de deseo de Dios. Cuando Jesús dice a sus discípulos que "pidan en su nombre" (Jn 14,13), en eso está incluido que lo hagan con su misma actitud, una actitud que sólo garantizará existencialmente una fe que medita.
Gracias a esta universalidad no sólo de la omnipresencia de Dios en el mundo, sino también de sus designios de salvación para con él, no estamos más lejos de Dios en nuestra cotidianeidad mundanal que en nuestra oración o cuando asistimos a un culto en la iglesia. Pero la relación que existe objetivamente hemos de experimentarla también subjetivamente, y esto sobre todo en nuestra meditación, que nos permite reconocer sus contenidos allí donde a primera vista no son reconocibles. Según las palabras de Cristo que todo cristiano conoce, volveremos a encontrarlo en su "hermanos más pequeños": en los hambrientos, sedientos, extranjeros, desnudos, enfermos, encarcelados; en todos los que están en situaciones semejantes y, sobre todo, en nuestros enemigos.
Pero ¿cómo podríamos reconocerle en los que están bien comidos, bien vestidos y mejor aposentados, en los que están en buena forma física, en los ciudadanos libres y en todos los que están satisfechos en su acomodo, a no ser que viéramos en ellos a hermanos pequeños que no son tampoco conscientes de su hambre y de su sed, de su alienación y menesterosidad, como la desdichada Laodicea del Apocalipsis: «Tú dices: "Soy rico; me he enriquecido, nada me falta". Y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que eres tibio, voy a vomitarte de mi boca"». Pero, inmediatamente después, a esa misma Laodicea se le dice: "Yo a los que amo, los reprendo y corrijo" (Ap 3,15ss). El que medita tiene que atenerse a esta doble articulación de Jesús: la más estricta severidad, pero por amor. Puede desenmascarar las cosas, llamar a las enfermedades por su nombre, sin eufemismos, pero con la actitud de su Señor, por amor. Y así reconocerá una y otra vez en esas trivialidades harto mundanas a los "muchos" por los que murió Cristo. Y precisamente su autocomplaciente alejamiento de Dios es aquello con lo que él cargó y por lo que sufrió en todo su horror interno. (HUVB,SJ)

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