POR
LOS CAMINO DE LA VIDA
Es la Iglesia la que, en su propio
trascenderse a sí misma, nos enseña a "encontrar a Dios en todas las cosas
creadas". No a buscarlo trabajosamente como se busca una moneda de oro en
un montón de chatarra, sino a encontrarlo como el que ya estaba siempre ahí
antes que yo. Cuando un oriental no cristiano busca en su meditación el camino
que conduce al Nirvana y quizá llega a la gran iluminación, después le costará
poco trabajo experimentar el vacío interior del mundo y de su propio yo
mundano. Cuando un cristiano se encuentra en su meditación con el misterio de
la plenitud de Dios en la entrega intratrinitaria de sí mismo, manifestada en
Jesucristo, en su eucaristía y en su Iglesia, después le costará también poco
trabajo volver a encontrar esa plenitud en el mundo, aparentemente tan vacío de
Dios. Si reza de modo no meditativo, sino que se limita a poner ante Dios sus
propios deseos, entonces ese volver a encontrar la plenitud de Dios en el mundo
le resultará mucho más difícil. Quizá llegue a un cierto estado de conciencia
cristiano en el que pida por él, por los suyos y por lo que a él le concierne
personalmente, pero sin dejarse afectar lo bastante por el infinito de deseo de
Dios. Cuando Jesús dice a sus discípulos que "pidan en su nombre" (Jn
14,13), en eso está incluido que lo hagan con su misma actitud, una actitud que
sólo garantizará existencialmente una fe que medita.
Gracias a esta universalidad no sólo de
la omnipresencia de Dios en el mundo, sino también de sus designios de
salvación para con él, no estamos más lejos de Dios en nuestra cotidianeidad
mundanal que en nuestra oración o cuando asistimos a un culto en la iglesia.
Pero la relación que existe objetivamente hemos de experimentarla también
subjetivamente, y esto sobre todo en nuestra meditación, que nos permite
reconocer sus contenidos allí donde a primera vista no son reconocibles. Según
las palabras de Cristo que todo cristiano conoce, volveremos a encontrarlo en
su "hermanos más pequeños": en los hambrientos, sedientos,
extranjeros, desnudos, enfermos, encarcelados; en todos los que están en
situaciones semejantes y, sobre todo, en nuestros enemigos.
Pero ¿cómo podríamos reconocerle en los
que están bien comidos, bien vestidos y mejor aposentados, en los que están en
buena forma física, en los ciudadanos libres y en todos los que están
satisfechos en su acomodo, a no ser que viéramos en ellos a hermanos pequeños
que no son tampoco conscientes de su hambre y de su sed, de su alienación y
menesterosidad, como la desdichada Laodicea del Apocalipsis: «Tú dices:
"Soy rico; me he enriquecido, nada me falta". Y no te das cuenta de
que eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo. ¡Ojalá
fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que eres tibio, voy a vomitarte de
mi boca"». Pero, inmediatamente después, a esa misma Laodicea se le dice:
"Yo a los que amo, los reprendo y corrijo" (Ap 3,15ss). El que medita
tiene que atenerse a esta doble articulación de Jesús: la más estricta
severidad, pero por amor. Puede desenmascarar las cosas, llamar a las
enfermedades por su nombre, sin eufemismos, pero con la actitud de su Señor,
por amor. Y así reconocerá una y otra vez en esas trivialidades harto mundanas
a los "muchos" por los que murió Cristo. Y precisamente su
autocomplaciente alejamiento de Dios es aquello con lo que él cargó y por lo
que sufrió en todo su horror interno. (HUVB,SJ)
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