"HAY MÁS DICHA EN DAR QUE EN RECIBIR" dice san Pablo que dijo Cristo Jesús...
¿¿¿GENEROSO O DEPENDIENTE???...
(Eneagrama Nº 2)...
Hay personas que se pasan la vida
pensando más en los demás que en sí mismos. Personas extremadamente empáticas y
solidarias, cuya vocación consiste en ayudar a otros. De hecho, muchos
profesionalizan esta pulsión innata con la que nacieron, convirtiéndose en
médicos, enfermeros, psicólogos, asistentes sociales o voluntarios al servicio
de alguna causa humanitaria. En muchos casos, incluso dedican sus vacaciones a
enrolarse en alguna ONG, atendiendo a los más pobres y desfavorecidos.
En su ámbito familiar y social, por
ejemplo, suelen convertirse en la persona de referencia a la que el resto de
amigos acuden cuando padecen algún contratiempo, problema o penuria. Son los
primeros en ir al hospital cuando alguien que conocen acaba de ser operado,
sufre una enfermedad o ha tenido un accidente. O en echar una mano cuando
alguien se cambia de piso y necesita ayuda con la mudanza.
Todos ellos suelen tener como
referentes a la madre Teresa de Calcuta o a Vicente Ferrer. Inspirados por su
ejemplo, consideran que lo más importante en la vida es ser “buenas personas”.
De ahí que por encima de todo se comprometan con la generosidad, el altruismo y
el servicio a los demás. Sin embargo, este comportamiento aparentemente
impecable puede albergar un lado oscuro. Tarde o temprano llega un punto en que
su compulsión por ayudar les termina pasando factura. No
hay amor suficiente para llenar el vacío de una persona que no se ama a sí
misma” (Irene Orce).
Cuenta una historia que un joven fue
a visitar a su anciano profesor. Y entre lágrimas le confesó: “He venido a
verte porque me siento tan poca cosa que no tengo fuerzas ni para levantarme
por las mañanas. Todo el mundo dice que no sirvo para nada. ¿Qué puedo hacer
para que me valoren más?”. El profesor, sin mirarlo a la cara, le respondió:
“Lo siento, chaval, pero ahora no puedo atenderte. Primero debo resolver un
problema que llevo días posponiendo. Si tú me ayudas, tal vez luego yo pueda
ayudarte a ti”.
El joven, cabizbajo, asintió con la
cabeza. “Por supuesto, profesor, dime qué puedo hacer por ti”. El anciano se
sacó un anillo que llevaba puesto y se lo entregó al joven. “Estoy en deuda con
una persona y no tengo suficiente dinero para pagarle”, le explicó. “Ahora ve al
mercado y véndelo. Eso sí, no lo entregues por menos de una moneda de oro”.
Una vez en la plaza mayor, el chaval
empezó a ofrecer el anillo a los mercaderes. Pero al pedir una moneda de oro
por él, algunos se reían y otros se alejaban sin mirarlo. Derrotado, el chaval
regresó a casa del anciano. Y nada más verle compartió con él su frustración:
“Lo siento, pero es imposible conseguir lo que me has pedido. Como mucho me
daban dos monedas de bronce”. El profesor, sonriente, le contestó: “No te
preocupes. Me acabas de dar una idea. Antes de ponerle un nuevo precio, primero
necesitamos saber el valor real del anillo. Anda, ve al joyero y pregúntale
cuánto cuesta. Y no importa cuánto te ofrezca. No lo vendas. Vuelve de nuevo
con el anillo”.
Tras
un par de minutos examinando el anillo, el joyero le dijo que era “una pieza
única” y que se lo compraba por “50 monedas de oro”. El joven corrió emocionado
a casa del anciano y compartió con él lo que el joyero le había dicho.
“Estupendo, ahora siéntate un momento y escucha con atención”, le pidió el
profesor. Le miró a los ojos y añadió: “Tú eres como este anillo, una joya
preciosa que solo puede ser valorada por un especialista. ¿Pensabas que
cualquiera podía descubrir su verdadero valor?”. Y mientras el anciano volvía a
colocarse el anillo, concluyó: “Todos somos como esta joya: valiosos y únicos.
Y andamos por los mercados de la vida pretendiendo que personas inexpertas nos
digan cuál es nuestro auténtico valor”.
Dentro de este “club de buenas
personas” hay quienes dan desde la abundancia y quienes, por el contrario, lo
hacen desde la escasez. Es decir, quienes dan por el placer de dar y quienes,
por el contrario, lo hacen con la esperanza de recibir. Centrémonos en estos
últimos, indagando acerca de lo que mueve realmente sus acciones.
Muchos de estos ayudadores se
fuerzan a hacer el bien, siguiendo los dictados de una vocecilla que les
recuerda que ocuparse de sí mismos, de sus propias necesidades, es “un acto
egoísta”. No en vano están convencidos de que, para ser felices, la gente les
ha de querer. Y de que, para que la gente les quiera y piense bien de ellos,
han de ser buenas personas. Movidos por este tipo de creencias, suelen ofrecer
compulsivamente su ayuda, atrayendo a su vida a personas necesitadas e incapaces
de valerse por sí mismas.
Al posicionarse como "salvadores",
consideran que los demás no podrían sobrevivir ni prosperar sin su ayuda. De
ahí que tiendan a interferir en los asuntos de sus conocidos, ofreciéndoles
consejos aun cuando nadie les haya preguntado. Sin ser conscientes de ello,
pecan de soberbia, posicionándose por encima de quienes ayudan, creyendo que
saben mejor que ellos lo que necesitan. Paradójicamente, su orgullo les impide
reconocer sus propias necesidades y pedir auxilio cuando lo requieren.
Detrás de su personalidad inclinada
a agradar siempre, bondadosa y servicial se esconde una dolorosa herida: "la
falta de amor hacia sí mismos". Un sentimiento que buscan desesperadamente
entre quienes ayudan, volviéndose individuos muy dependientes emocionalmente.
Esta es la razón por la que con el tiempo aflora su oscuridad en forma de
reproches, sintiéndose dolidos y tristes por no recibir afecto y agradecimiento
a cambio de los servicios prestados. En algunos casos extremos terminan estallando
agresivamente, echando en cara todo lo que han hecho por los demás. También
utilizan el chantaje emocional, el victimismo o la manipulación para hacer
sentir culpables a quienes han ayudado, esperando así obtener el amor que creen
que merecen y necesitan para sentirse bien consigo mismos.
Si
das para recibir, es cuestión de tiempo que acabes echando en cara lo que has
dado por no recibir lo que esperabas” (Erich Fromm).
El punto de inflexión de estos
ayudadores compulsivos comienza el día que deciden adentrarse en un terreno tan
desconocido como aterrador: "la soledad y la introspección", poniendo
su empatía al servicio de sus propias necesidades. Solo así superan su adicción
y dependencia por el amor del prójimo, volviéndose mucho más autosuficientes emocionalmente.
Solo así logran poner límites a su ayuda –sabiendo decir “no”–, sin sentirse
culpables o egoístas por priorizarse a sí mismos cuando más lo necesiten.
Antes de volver a ayudar a alguien,
puede ser interesante que se pregunten lo que les mueve a hacerlo,
comprendiendo el patrón inconsciente que se oculta detrás de sus buenas
intenciones. De este modo, dejarán de acumular sentimientos negativos hacia
aquellos que no les devuelven los favores prestados. A su vez, también pueden
recordarse que cada persona es capaz de asumir su propio destino, aprendiendo a
resolver sus problemas por sí misma.
En este sentido, es fundamental que
comprendan que nadie hace plenamente feliz a nadie, puesto que la felicidad se
encuentra en el interior de cada ser humano -si bien es cierto que no hay que
olvidar regar a los que están al rededor, con mesura-. Lo cierto es que este
bienestar interno es el motor del verdadero amor, desde el que las personas dan
lo mejor de sí mismas sin esperar nada a cambio. En vez de comportarse como
buenos samaritanos, su gran aprendizaje consiste en ser personas felices. Es
entonces cuando comprenden que "DAR ES LA VERDADERA RECOMPENSA".
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