jueves, 15 de octubre de 2015
viernes, 9 de octubre de 2015
EL PERDÓN
EL PERDÓN
Maïtti Girtanner, una joven, miembro de la Resistencia
bajo la ocupación nazi durante la II Guerra mundial, ayudaba a evadidos a pasar
de la zona ocupada a la libre. Durante años engañó a la Gestapo, para quienes
trabajaba como concertista de piano. Cuando la desenmascararon, la encarcelaron
y la entregaron a un joven médico nazi que la utilizó para realizar sobre ella
experimentos médicos que acabaron dañándole las funciones nerviosas vitales, de
lo que Maïtti ya no volvió a recuperarse.
La joven recobró la libertad, pero en un estado
lamentable. Ya no pudo casarse no volver a dedicarse a la música; pudo
sobrevivir, pero entre sufrimientos cotidianos. Su vida estaba arruinada. «Todo
partió -explica Maïtti- de un deseo: poder perdonar. Pero yo no sabía si eso
acabaría ocurriendo. Si, al final, no resultaba posible, le pedía a Dios que lo
hiciese en mi lugar -"como pide san Francisco de Asís en su paráfrasis
sobre el Padrenuestro-. Mi deseo estaba ahí, y yo no había dejado de rezar por
mi torturador durante cuarenta años [...]. Muy pronto me sentí dominada por el
deseo loco, verdaderamente irreprimible de poder perdonar a ese hombre».
Cuando estaba prisionera; Maïtti ya había entablado
diálogo con el médico, quien, pasado el tiempo, se acordó de aquella joven que
animaba a sus compañeros de infortunio y seguramente sería capaz de perdonarlo.
Al cabo de cuarenta años ella recibe una carta de su
verdugo, de nombre Leo, a la sazón padre de familia, que sigue ejerciendo la
medicina en Alemania; sufre de cáncer y se sabe condenado. No quiere morir sin
volver a Maïtti y pedirle perdón. Ésta, ya anciana, acepta encontrarse con Leo,
escucha sus palabras y, tras un doloroso diálogo, ambos se funden en un abrazo.
«Cuando ya era hora de que se marchase, con él aún a la cabecera de mi cama,
sentí un impulso irrefrenable que me alzó de mi almohada, lo que me hizo
bastante daño, y le di un abrazo para confiarlo en las manos de Dios. Y él, en
voz muy baja, me dijo: "¡Perdón!". Era el beso de paz que lo había
traído a mí. En ese mismo instante supe que lo había perdonado».
Maïtti, pues, perdonó y permitió una suerte de
renacimiento o de resurrección en el hombre que, a su regreso, reconoció ante
su familia todo lo que hizo durante la guerra, y distribuyó sus bienes para
reparar en la medida de lo posible las torturas que perpetró. La esposa de Leo
comunicó finalmente a Maïtti en qué disposición murió el perdonado.
jueves, 8 de octubre de 2015
LA PROMESA
LA PROMESA
Mi parte de lo mejor de este mundo
me vendrá de tus manos:
esa fue tu promesa.
Por ello brilla tu luz
en medio de mis lágrimas.
Tengo miedo a marchar con los otros,
no vaya a ser que te deje olvidado
en el rincón del camino
donde me aguardas para guiarme.
Voy haciendo camino a mi antojo
hasta que mi locura
te mueve a venir a mi puerta.
Pues tengo tu promesa
de que mi parte
de lo mejor de este mundo
me vendrá de tus manos.
(Rabindranath Tagore)
miércoles, 7 de octubre de 2015
EL ARTE DE FRACASAR...
DEL APRENDIZAJE DEL FRACASO...
«Hay en el ser humano una tendencia natural a subir, pero
es en el abajamiento -según nos ha revelado Cristo- donde está la gloria. Solo
quienes descienden alcanzan la verdad.../...
...La verdad no está arriba, sino abajo; no es grande,
sino pequeña; no es ostentosa, sino tan insignificante que muchas veces se nos
antoja hasta despreciable. A Dios le gusta camuflarse en lo que no es Dios. No
hay mejor modo de hallar lo sagrado que buscarlo en lo profano. Hace falta una
vida entera para comprender esta ley, y ni siquiera cuando creemos haberla
comprendido la hemos comprendido del todo. De las ventajas del fracaso, así
como de la falacia del éxito, se olvida uno con suma facilidad. El éxito es tan
maligno que puede llegar a perseguirse aun a sabiendas de que es falaz. Esto,
en cambio, jamás sucede con el fracaso» (P. D'Ors).
jueves, 1 de octubre de 2015
POR LOS CAMINOS DE LA VIDA...
POR
LOS CAMINO DE LA VIDA
Es la Iglesia la que, en su propio
trascenderse a sí misma, nos enseña a "encontrar a Dios en todas las cosas
creadas". No a buscarlo trabajosamente como se busca una moneda de oro en
un montón de chatarra, sino a encontrarlo como el que ya estaba siempre ahí
antes que yo. Cuando un oriental no cristiano busca en su meditación el camino
que conduce al Nirvana y quizá llega a la gran iluminación, después le costará
poco trabajo experimentar el vacío interior del mundo y de su propio yo
mundano. Cuando un cristiano se encuentra en su meditación con el misterio de
la plenitud de Dios en la entrega intratrinitaria de sí mismo, manifestada en
Jesucristo, en su eucaristía y en su Iglesia, después le costará también poco
trabajo volver a encontrar esa plenitud en el mundo, aparentemente tan vacío de
Dios. Si reza de modo no meditativo, sino que se limita a poner ante Dios sus
propios deseos, entonces ese volver a encontrar la plenitud de Dios en el mundo
le resultará mucho más difícil. Quizá llegue a un cierto estado de conciencia
cristiano en el que pida por él, por los suyos y por lo que a él le concierne
personalmente, pero sin dejarse afectar lo bastante por el infinito de deseo de
Dios. Cuando Jesús dice a sus discípulos que "pidan en su nombre" (Jn
14,13), en eso está incluido que lo hagan con su misma actitud, una actitud que
sólo garantizará existencialmente una fe que medita.
Gracias a esta universalidad no sólo de
la omnipresencia de Dios en el mundo, sino también de sus designios de
salvación para con él, no estamos más lejos de Dios en nuestra cotidianeidad
mundanal que en nuestra oración o cuando asistimos a un culto en la iglesia.
Pero la relación que existe objetivamente hemos de experimentarla también
subjetivamente, y esto sobre todo en nuestra meditación, que nos permite
reconocer sus contenidos allí donde a primera vista no son reconocibles. Según
las palabras de Cristo que todo cristiano conoce, volveremos a encontrarlo en
su "hermanos más pequeños": en los hambrientos, sedientos,
extranjeros, desnudos, enfermos, encarcelados; en todos los que están en
situaciones semejantes y, sobre todo, en nuestros enemigos.
Pero ¿cómo podríamos reconocerle en los
que están bien comidos, bien vestidos y mejor aposentados, en los que están en
buena forma física, en los ciudadanos libres y en todos los que están
satisfechos en su acomodo, a no ser que viéramos en ellos a hermanos pequeños
que no son tampoco conscientes de su hambre y de su sed, de su alienación y
menesterosidad, como la desdichada Laodicea del Apocalipsis: «Tú dices:
"Soy rico; me he enriquecido, nada me falta". Y no te das cuenta de
que eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo. ¡Ojalá
fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que eres tibio, voy a vomitarte de
mi boca"». Pero, inmediatamente después, a esa misma Laodicea se le dice:
"Yo a los que amo, los reprendo y corrijo" (Ap 3,15ss). El que medita
tiene que atenerse a esta doble articulación de Jesús: la más estricta
severidad, pero por amor. Puede desenmascarar las cosas, llamar a las
enfermedades por su nombre, sin eufemismos, pero con la actitud de su Señor,
por amor. Y así reconocerá una y otra vez en esas trivialidades harto mundanas
a los "muchos" por los que murió Cristo. Y precisamente su
autocomplaciente alejamiento de Dios es aquello con lo que él cargó y por lo
que sufrió en todo su horror interno. (HUVB,SJ)
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