lunes, 7 de octubre de 2019
jueves, 3 de octubre de 2019
SAN FRANCISCO DE ASÍS
DONDE NACEN LOS RÍOS
Hay algo que nos lleva a la condición de
vivir “allí donde nacen los ríos”, es decir, en una dimensión
diferente, trascendente a la de nuestra experiencia terrena.
Cuando de algún modo, en el viaje de
nuestra vida, hemos encontrado lo que hay que encontrar, nos damos cuenta de
que no es de este mundo, donde todas las cosas son efímeras. Nada nos evitará
las lágrimas, pero éstas pueden ser de muchos tipos: dolor, tristeza, alegría…
Hay una victoria trágica en la vida de cada persona, un triunfo que nos llega a
través de la imagen del fracaso, o de lo que hasta entonces consideramos
fracaso; es la paradoja de la vida espiritual.
Vista desde los condicionamientos de este
mundo, la vida bien podríamos definirla como un viaje trágico, un verdadero
fracaso, pese a todo, que termina con la derrota de la muerte. Pero la misma
frase es ambigua: porque la que parece que nos derrota, termina siendo la
derrotada. Nadie podrá entender esto sin pasar por aquí.
Pero, el triunfo del que hablamos “no es
de este mundo”, porque el nacimiento espiritual que nos es concedido a través
de la muerte, visto desde el nivel mundano de la mente ordinaria, es como una
muerte. Y lo cierto es que no puede ser de otra manera.
A veces nos atascamos en la idea de que
verdaderamente todo es inútil. Pero, esto sólo es así desde la perspectiva de
una visión inmadura de la vida, de la búsqueda y de lo que haya de ser
encontrado al final. El fracaso egoico -el fracaso del yo- como evento central
de un camino que es inherentemente un camino de autoaniquilación es, por
supuesto, un éxito. Por eso es apropiado que nuestra última victoria semeje un
fracaso: “¿Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.
Debemos comprender la verdad de la
impermanencia. No nos vamos con las manos vacías. No somos el mismo que nació e
inició el viaje, somos, al final, personas distintas, con la sensación de que,
pese a todo, el viaje, ha valido la pena…, y continúa, de un modo sólo
accesible a los ojos del corazón.
Así como el fuego en su evanescencia evoca
la vida, hay una aparente inmutabilidad que sugiere la muerte, pero muerte en
un sentido de algo que trasciende a la muerte misma: una permanencia que no es
de este mundo, donde todo es impermanente, pero donde también es posible un
conocimiento de lo impermanente, una sabiduría o una conciencia más allá de
todo lo transitorio. La vida no es algo que se termine nunca…
Hay viajes que nos descubren al final que
la “otra orilla” en cuya búsqueda partimos no era otra que aquella que habíamos
dejado atrás, sólo que iluminada por la conciencia de la muerte.
De una manera velada, toda nuestra vida
nos remite al hecho paradójico de que el viaje no necesita hacerse y que, sin
embargo, nadie puede saber esto plenamente sin haberlo realizado.
Es entonces cuando nos es dado conocer el
por qué de las lágrimas y de la paz.
martes, 1 de octubre de 2019
NO TENGÁIS MIEDO
NO TENGÁIS MIEDO
“No
tengáis miedo”, nos
dice Jesús una y otra vez en los evangelios. Se trata de una advertencia que podemos
aplicar a todas las situaciones de miedo paralizante que nos podemos encontrar
en la vida.
El
miedo es un sentimiento que surge en la persona ante un estímulo que interpreta
como peligroso para su subsistencia. Es un logro de la evolución y por lo tanto
bueno. Su objeto primero es defender la vida biológica; sea huyendo, sea
liberando energía para enfrentarse a la amenaza. Este miedo es natural y sería
inútil luchar contra él. Pero el ser humano puede ser presa de un
miedo aprendido racionalmente, que le impide desplegar sus posibilidades de
verdadera humanidad. Este miedo artificial en lugar de defender
aniquila. Este miedo es lo más contrario que podamos imaginar a la fe-confianza.
¿Por
qué tenemos miedo?
Anhelamos colmar nuestro déficit de ser, intentamos conseguirlo, pero surge en
nosotros el miedo de no alcanzarlo. No estamos seguros de poder conservar lo
que tenemos y surge el temor de perderlo. El miedo racional es la consecuencia de nuestros apegos. Creemos
ser lo que no somos y quedamos enganchados a ese falso “yo”: de ahí nuestro
miedo a la muerte. No hemos descubierto lo que realmente somos y por
eso nos apegamos a una quimera inconsistente. Jesús nos dice: “La
verdad os hará libres”. Por algunos miedos nos convertimos en creadores
de máscaras que nos tranquilizan y a las que terminamos confundiendo con
nosotros. Si conociéramos nuestro verdadero ser, no habría lugar para esos
miedos. Hay que seguir profundizando en el autoconocimiento.
Si
Jesús nos invita a no tener miedo, no es porque nos prometa un camino de rosas.
Dios
no es la garantía de que todo va a salir bien, sino la seguridad de que Él
estará ahí en todo caso.
La
confianza no surge de un voluntarismo a toda prueba, sino de un conocimiento
cabal de lo que Dios es en nosotros. Aceptar nuestras limitaciones y descubrir
nuestras verdaderas posibilidades, es el único camino para llegar a la total
confianza. La confianza es la primera consecuencia de salir de uno mismo y
descubrir que mi fundamento no está en mí. El hecho de que mi ser no
dependa de mí no es una pérdida, sino una ganancia, porque depende de lo que es
mucho más seguro que yo mismo. Mi pasado es Dios, mi futuro es el mismo
Dios; mi presente es Dios y no tengo nada que temer.
Hablar
de la confianza en Dios, nos obliga a salir de las falsas imágenes de Dios.
Confiar en Dios es confiar en nuestro propio ser, en la vida, en lo que somos
de verdad. No se trata de confiar en un ser que está fuera de nosotros y que
puede darnos, desde fuera, aquello que nosotros anhelamos. Se trata de
descubrir que Dios es el fundamento de mi propio ser y que puedo estar tan
seguro de mí mismo como Dios está seguro de sí. Por grande que sean el motivo
para temer, siempre será mayor el motivo para la confianza y la alegría -aunque
no por ello podremos evitar las lágrimas-.
Si de
verdad me creo que, visto desde Dios, todo es uno, entonces surgirá en mí un
sentimiento de total seguridad de total confianza, en lo que soy y en lo que yo
significo para Dios. Lo mismo que descubriré lo que Dios significa para mí.
Esta experiencia no tiene nada que ver con lo que yo individualmente sea. La
confianza no es un regalo para los buenos, sino una necesidad de los que no lo
somos. Cuando confiamos porque nos creemos buenos, entramos en una
dinámica peligrosísima, porque no confiamos en Dios, sino en nosotros mismos. Jesús
nos invita a no tener miedo de nada ni de nadie. Ni de las cosas, ni de
Dios, ni siquiera de nosotros mismos.
Todos
los miedos se resumen en el miedo a morir. Si fuésemos capaces de perder el miedo a la muerte, seríamos capaces de
vivir en plenitud. Todo lo que tememos perder con la muerte, es lo que teníamos
que aprender a abandonar durante la vida. La muerte solo nos arrebata lo que
hay en nosotros de contingente, de individual, de terreno, de caduco, de
egoísmo. Temer la muerte es temer perder todo eso. Por tanto, es un
contrasentido intentar alcanzar la plenitud de la vida y seguir temiendo la
muerte. En el evangelio está muy claro. Aunque te quiten la vida, lo que te
arrebatan es lo que no es esencial para ti.
Pasamos
buena parte de la vida buscando caminos, ensayando senderos, dibujando
horizontes y soñando con proyectos hasta que un buen día nos damos cuenta de
que es el camino quien nos busca a nosotros, que el camino no había que
inventarlo, sino simplemente descubrirlo. Que la vida nos ofrece lo necesario
para entrar en esa patria a la que Jesús llama Padre y a la que todos
aspiramos.
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