DONDE NACEN LOS RÍOS
Hay algo que nos lleva a la condición de
vivir “allí donde nacen los ríos”, es decir, en una dimensión
diferente, trascendente a la de nuestra experiencia terrena.
Cuando de algún modo, en el viaje de
nuestra vida, hemos encontrado lo que hay que encontrar, nos damos cuenta de
que no es de este mundo, donde todas las cosas son efímeras. Nada nos evitará
las lágrimas, pero éstas pueden ser de muchos tipos: dolor, tristeza, alegría…
Hay una victoria trágica en la vida de cada persona, un triunfo que nos llega a
través de la imagen del fracaso, o de lo que hasta entonces consideramos
fracaso; es la paradoja de la vida espiritual.
Vista desde los condicionamientos de este
mundo, la vida bien podríamos definirla como un viaje trágico, un verdadero
fracaso, pese a todo, que termina con la derrota de la muerte. Pero la misma
frase es ambigua: porque la que parece que nos derrota, termina siendo la
derrotada. Nadie podrá entender esto sin pasar por aquí.
Pero, el triunfo del que hablamos “no es
de este mundo”, porque el nacimiento espiritual que nos es concedido a través
de la muerte, visto desde el nivel mundano de la mente ordinaria, es como una
muerte. Y lo cierto es que no puede ser de otra manera.
A veces nos atascamos en la idea de que
verdaderamente todo es inútil. Pero, esto sólo es así desde la perspectiva de
una visión inmadura de la vida, de la búsqueda y de lo que haya de ser
encontrado al final. El fracaso egoico -el fracaso del yo- como evento central
de un camino que es inherentemente un camino de autoaniquilación es, por
supuesto, un éxito. Por eso es apropiado que nuestra última victoria semeje un
fracaso: “¿Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.
Debemos comprender la verdad de la
impermanencia. No nos vamos con las manos vacías. No somos el mismo que nació e
inició el viaje, somos, al final, personas distintas, con la sensación de que,
pese a todo, el viaje, ha valido la pena…, y continúa, de un modo sólo
accesible a los ojos del corazón.
Así como el fuego en su evanescencia evoca
la vida, hay una aparente inmutabilidad que sugiere la muerte, pero muerte en
un sentido de algo que trasciende a la muerte misma: una permanencia que no es
de este mundo, donde todo es impermanente, pero donde también es posible un
conocimiento de lo impermanente, una sabiduría o una conciencia más allá de
todo lo transitorio. La vida no es algo que se termine nunca…
Hay viajes que nos descubren al final que
la “otra orilla” en cuya búsqueda partimos no era otra que aquella que habíamos
dejado atrás, sólo que iluminada por la conciencia de la muerte.
De una manera velada, toda nuestra vida
nos remite al hecho paradójico de que el viaje no necesita hacerse y que, sin
embargo, nadie puede saber esto plenamente sin haberlo realizado.
Es entonces cuando nos es dado conocer el
por qué de las lágrimas y de la paz.
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