…¿Y LA PUERTA?...
Quizá, sin darnos cuenta, entramos al
amparo del primer mandamiento: amar a Dios con todo nuestro corazón, con toda
nuestra mente y con todas nuestras fuerzas. Es algo que cualquiera que quiera
agradar a Dios debiera desear, no durante un minuto ni durante media hora, sino
para siempre.
Gracias a éstos, la paz se establece en
el mundo. Son ellas las fuerzas del mundo porque son tabernáculo de Dios en el
mundo. Son las que evitan que el universo sea destruido. Son los pequeños. No
se conocen a sí mismas. Toda la tierra depende de ellas, pero parece que nadie
se da cuenta. Son aquellas para las cuales todo fue creado en el principio, y
son ellas quienes heredarán la tierra
Son las únicas que siempre serán capaces
de disfrutar completamente de la vida. Han renunciado al mundo entero, y les ha
sido dado éste en posesión. Sólo ellas aprecian el mundo y lo que hay en él.
Son las únicas capaces de vivir la alegría. Son limpias de corazón. Ellas ven a
Dios, que hace su voluntad, porque Su voluntad es la de ellas. Dios hace todo
lo que ellas quieren, porque Él es Quien desea todos los deseos de ellas. Ellas
son las únicas que tienen todo cuanto pueden desear. Su libertad no tiene
límites. Nos tienden la mano para abrazar nuestra miseria y ahogarla en la
inmensa expansión de su inocencia, que lava al mundo con su luz.
Venid, penetremos en el seno de esa luz.
Vivamos en la limpieza de ese cántico. Despojémonos, como de una vestidura, de
las cosas del mundo y entremos desnudos en la sabiduría, porque esto es lo que
piden todos los corazones cuando dicen: “Hágase tu voluntad”.
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