LA
REACCIÓN DE LOS SENCILLOS (Mt 11, 25-30)
El pasaje contiene una acción de gracias, una
enseñanza y una invitación. En la primera el protagonismo es del Padre; en la
segunda, del Hijo (Jesús); en la tercera, de nosotros.
Acción de gracias. Jesús
ve que la gente se divide ante él y la cataloga en dos grupos. El de los
“sabios y entendidos” y el de los “ignorantes”. Los sabios no siempre fueron
estimados en tiempos antiguos, sobre todo por los profetas. “¡Ay de los que se
tiene por sabios y se creen inteligentes!” (Is 5,21). “Fracasará la sabiduría
de sus sabios y se eclipsará la prudencia de sus prudentes!” (Is 29,14). “No se
gloríe el sabio de su saber” (Jr 9,22). Naturalmente otros autores gran
importancia a la sabiduría, ya que la veían como don de Dios. Daniel, en
interesante contraste con lo que dice Jesús, alaba a Dios porque “Él da
sabiduría a los sabios y ciencia a los expertos” (Dan 2,21). Esta misma
mentalidad es la que predomina en tiempos de Jesús entre los autores
apocalípticos, los esenios de Qumrán y los rabinos: los misterios de Dios se
conocen por revelación suya o por el estudio de la Torá.
Frente a esta mentalidad, la afirmación de Jesús
de que Dios oculta estas cosas a los sabios y las revela a la gente sencilla
resulta polémica y de gran novedad. En el contexto, los sabios y entendidos son
especialmente los escribas, que dominan las Escrituras tras muchos años de
estudio; también los fariseos, muy unidos a los escribas, que siguen sus
enseñanzas y se consideran perfectos conocedores de la voluntad de Dios. Por
eso se permiten criticar a Juan y a Jesús.
Por otra parte, está el grupo de la gente
ignorante, sencilla, sin prejuicios, a la que Dios puede revelar algo nuevo
porque no creen saberlo todo. Pescadores, un recaudador de impuestos,
prostitutas, enfermos… la comunidad de Mateo. Esta gente acepta que Jesús es el
Mesías, aunque no imponga la religión a sangre y fuego; acepta que es el
enviado de Dios, aunque como, beba y trate con gente de mala fama; se deja
interpelar por su palabra y enmienda su conducta. Esto, como la futura
confesión de Pedro, es un don de Dios. La capacidad de ver lo bueno, lo
positivo, lo que construye. Los sabios y entendidos se quedan en
disquisiciones, matices, análisis, y terminan sin aceptar a Jesús.
La diversa reacción de los dos grupos podríamos
atribuirla a factores humanos: estudio, carácter, educación. Para Jesús, ha
sido Dios Padre quien ha ocultado “estas cosas” a unos y las ha revelado a
otros. Afortunadamente, Jesús no fue jesuita ni dominico. En caso contrario se
habría enzarzado en una disputa, tan terrible como inútil, sobre la
predestinación y la gracia. Él no discute, bendice al Padre; eso le ha parecido
mejor, y él respeta su decisión y la alaba, por extraña que parezca.
Enseñanza. En pocas palabras tenemos un tratadito de
cristología, centrado en el poder de Jesús y en lo que puede revelarnos. “Todo
me lo ha encomendado mi Padre”. ¿Qué le ha encomendado? Algunos relacionan esta
frase con el final del evangelio, donde Jesús afirma: “Me han concedido plena
autoridad en cielo y tierra” (Mt 28,18). En el contexto actual significa que
todo lo que hace y dice no es por iniciativa propia, sino por encargo de Dios.
El cuarto evangelio concreta los dos poderes más grandes que el Padre le ha dado:
juzgar
y dar la vida. A estos dos poderes se añade aquí el de revelar
al Padre. Las personas sencillas, a través de Jesús, van a conocer a
Dios como Padre, no como un ser omnipotente o un juez inexorable. Él se lo
revelará, porque es el único que puede hacerlo.
Hay en el v.27 algo sorprendente: al
Padre podemos conocerlo porque Jesús nos lo revela; pero al Hijo sólo lo conoce el Padre, y no se
dice que esté dispuesto a revelárnoslo. Jesús es “un misterio escondido
en Dios”. El lector del evangelio debe recordar esta advertencia. Se preguntará
a menudo quién es Jesús, se sorprenderá de lo que dice y hace, podrá
entusiasmarse con su persona, estar dispuesto a seguirlo, estudiar cada una de
sus palabras. Pero nunca podrá decir que lo conoce plenamente. Será siempre un
misterio, por más libros de cristología que se escriban.
Invitación. A
pesar de lo anterior, aunque Jesús ha dicho que nadie conoce al Hijo sino el
Padre, ahora él se da a conocer diciendo lo que hace y lo que es. Lo que hace es dar respiro a los cansados y
agobiados por el yugo de las leyes y normas que imponen las autoridades
religiosas. Los rabinos hablaban del “yo de la Ley”, al que los israelitas
debían someterse con gusto y con deseo de agradar a Dios. Pero ese yugo se
volvía a veces insoportable por la cantidad de mandatos y prohibiciones, y por
la idea tan cruel de Dios que transmitía. La forma de encontrar respiro es
acudir a Jesús, cargar con su yugo y aprender de él. Aquí no se habla de cargar
con la cruz y del posible martirio, sino de todo lo contrario, porque el yugo
es suave, pone a la persona por delante de la Ley, como lo demostrarán los dos
relatos siguientes (las espigas arrancadas en sábado y la mano curada en
sábado), centrados en la observancia del sábado. Pero Jesús pide también que
aprendamos de él, que es “manso y humilde
de corazón”. El término “manso” lo hemos encontrado en la bienaventuranza
de “los mansos” o “no violentos” (Mt 5,5); aquí encajaría bien en el sentido de
no violencia religiosa. Frente a los fariseos, duros e inmisericordes con el
pecador, Jesús se porta mansamente, como ha hecho con Mateo y sus amigos
pecadores. Con su mansedumbre y humildad Jesús es modelo para la gente sencilla
a la que el Padre se revela. Imitándolo a él se encuentra el reposo.
Estos versículos tienen un dinamismo muy
curioso: el Padre revela “estas cosas”, el Hijo revela al Padre, pero el gran
beneficiario es el ser humano que acoge esa revelación; se ve libre de una
imagen legalista, dura, agobiante, de Dios y de la religión. Su piedad, al
hacerse más divina, se hace más humana. Esto quedará claro en los episodios que
siguen.
(El
evangelio de Mateo, un drama con final feliz. José Luis Sicre, Verbo
Divino)