LA TEOLOGÍA DE LA PARADOJA
“Lo
que es imposible para los hombres es posible para Dios” (Mt
19, 25-26).
“Cuando
soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 11,10)
El
arte de acompañar a la gente en el camino espiritual es un arte ‘mayéutico’,
“de comadrona”, así llamaba Sócrates a su ‘cura de almas’, a su método de hacer
que el alumno llegue personalmente a la verdad ayudado por las preguntas del
acompañante, inspirándose para acuñar el término en el oficio de partera de su
madre; es preciso ayudar a la persona concreta, sin ninguna manipulación, para
que en su situación singular encuentre su camino, madurando hasta dar a luz una
solución sobre la que sea capaz de asumir la responsabilidad. “La Ley es
clara”, pero la vida es compleja y ambigua; a veces la verdadera respuesta es
el valor y la paciencia de ‘perseverar en la pregunta’.
Sobre
el tema de los acontecimientos pascuales cada cristiano ha escuchado muchísimas
reflexiones y homilías, pero ¿se ha convertido realmente la Pascua en la
auténtica clave que nos abre la comprensión de nuestra vida y de la situación
actual de la Iglesia? Solemos evocar bajo el concepto de ‘cruz’ más bien
nuestras dificultades personales, como la vejez o la enfermedad; sin embargo,
la idea de que ‘también en nosotros, en la Iglesia, en nuestra fe, en nuestras
seguridades tiene que “morir” mucho, que ser crucificado, para abrirle espacio
al Resucitado’ es para muchos de nosotros los cristianos, me temo,
completamente lejana.
Si
confesamos “la fe pascual, en cuyo centro está la paradoja de la victoria por
medio de la absurda derrota”, ¿por qué tenemos tanto miedo a las propias
derrotas, incluyendo la demostrable debilidad del cristianismo en el mundo
actual? ¿No nos habla Dios a través de estos hechos, de modo similar a como
habló mediante el relato que rememoramos al leer el Evangelio pascual?
Sí,
cierta forma de religión, a la que nos habíamos habituado, está muriendo, es
verdad. Las épocas de crisis y las épocas de renovación son parte de la
historia de las religiones y de la historia del cristianismo; sólo está
realmente muerta una religión que no atraviesa cambios, que se ha salido de ese
ritmo de la vida.
Los
Evangelios comienzan a ser ‘evangelio’, buena noticia (euangelion), anuncio
liberador de la salvación, ‘con el anuncio de la resurrección’: de aquello que
hasta entonces hasta a los mismos discípulos les parecía increíble. No es de
extrañar: es, desde luego, “imposible”, al menos en el sentido de que algo así
no reside ni en las posibilidades de la capacidad humana ni en el entendimiento
del ser humano, de que es algo radicalmente distinto a todo lo que conocemos
por experiencia nosotros o cualquier persona. Y es que la resurrección de
Jesús no es, en el sentido bíblico y teológico, la “vivificación de un
cadáver”: resucitación, vuelta al estado original, a este mundo y a esta vida
que terminará de nuevo con la muerte; a los autores neotestamentarios, y en
especial a Pablo, les importa que no confundamos estas cosas. La “resurrección
de Cristo” no es ningún otro ‘milagro’ de la serie de prodigios a los que ya
está acostumbrado cada lector de la Biblia; con este concepto (si lo prefieren,
imagen, metáfora..., pues cada discurso sobre Dios depende de imágenes y
metáforas) quiere decirse ‘mucho más’. Por eso este anuncio -el evangelio de la
Resurrección- exige de nosotros una respuesta mucho más radical que simplemente
el formarnos una determinada opinión sobre lo que pasó con el cadáver de Jesús;
es necesario ante todo hacer algo con nuestra propia vida: también nosotros
hemos de experimentar una profunda transformación, en palabra de Pablo “morir
con Cristo y resucitar de nuevo de entre los muertos”. La fe en la resurrección
incluye el valor de “cargar con la cruz” y la decisión de “vivir en una vida
nueva”; sólo entonces, si el acontecimiento del que habla el relato pascual
transforma nuestra existencia, se convierte para nosotros en ‘evangelio’, en
palabra “llena de vida y fuerza”.
Es
posible leer el relato de la Pascua de dos modos absolutamente diferentes. Bien
como ‘drama en dos actos’, en cuyo primer acto un hombre justo e inocente es
condenado y ejecutado, siendo en el siguiente, el segundo, resucitado y
aceptado por Dios. O como un drama en un acto, en el que ambas versiones del
relato se desarrollan simultáneamente.
Esa
primera lectura significa que la “resurrección” es un ‘final feliz’ y entonces
todo el relato es un típico mito o un cuento optimista que acaba bien.
Semejante relato puedo escucharlo y pensar que más o menos así habrá sido (algo
que la gente confunde con la “fe”), o juzgar que no debió ser así, que aquello
no pasó de esa manera… o no pasó en absoluto (y esto lo confunden con la “falta
de fe”).
Sin embargo, sólo la segunda lectura, la “paralela”, es lectura ‘con los
ojos de la fe’. Fe significa aquí por supuesto dos cosas: por una parte, la
‘comprensión de que se trata de una paradoja’ (de que esa segunda capa del
relato, la “resurrección”, es la ‘reinterpretación’ de la primera, no su feliz
desenlace posterior), y, por otra parte, ‘la decisión de unir este relato con
el relato de la propia vida’. Esto significa “entrar en el relato”: y a su luz
entender de nuevo y vivir de forma nueva la propia vida, ser capaz de cargar
con su carácter paradójico, no tener miedo de las paradojas que trae la vida.
En
esta segunda forma de lectura del mensaje del relato pascual no hay “optimismo”
(‘opinión’ de que todo acabará bien, de algún modo), sino ‘esperanza’:
capacidad de “reinterpretar” hasta lo que no termina bien (pues toda la vida
humana puede ser vista como una “enfermedad incurable, que termina
necesariamente con la muerte”), para poder aceptar la realidad y su carga y
perseverar en esa situación, aguantar, y, si es posible, ser, además, útil a
los demás.
En
nuestra proclamación del anuncio de la resurrección “no puede quedar silenciado
el grito del Crucificado”, pues, si no, en lugar de la teología cristiana de la
resurrección ofrecemos un banal “mito de la victoria”.
La
fe en la Resurrección no debe trivializar lo trágico de la vida humana, no nos
posibilita zafarnos de la carga del misterio (incluido el misterio del
sufrimiento y de la muerte), no tomar en serio a los que luchan con dificultad
por mantener la esperanza, a los que soportan “la fatiga y el calor del día” de
los desiertos exteriores e interiores de nuestro mundo.
…///…
Uno de los amigos fieles y discípulos de
Sigmund Freud, el teólogo protestante Oskar Pfister, respondió a su maestro a
la pregunta de si, como cristiano creyente, podía ser tolerante con respecto a
su ateísmo: “Si considero que usted es mucho mejor que su falta de fe y yo mucho
peor de lo que mi fe exige, juzgo que la diferencia entre nosotros al fin y al
cabo no es tan grande, y no veo motivo por el que no pudiéramos tolerarnos”.
(Tomáš Halík)