En la vida, decía
san Francisco de Asís, no hay misión para el ser humano comparable a la
aceptación humilde y alegre de lo que es, de todo lo que es…, no es algo que resulte fácil. Nos
lamentamos, en ocasiones por habernos olvidado tantas veces de Dios, pero, eso
no significa que Él se haya olvidado de nosotros…, gracias a Dios.
No deja de ser curioso
que, a veces, nos creamos inteligentes por ser capaces de encerrarnos en una
idea y no alcanzar a comunicarnos con nadie. Y así, ignoramos lo que somos y en
dónde somos, ignoramos el universo entero. Nos falta el silencio, la
profundidad y la paz. La profundidad de una persona está en su capacidad
de acoger. Nos hemos convertido en especialistas del aislamiento, por
miedo a las heridas, por miedo a la vida. Nos empeñamos en ser
como insectos incapaces de despojarse de su caparazón. Nos negamos el
crecimiento. Nos agitamos desesperadamente en el interior de nuestros límites
por la sencilla razón de negarnos a ver y ser. Y, a fin de cuentas, nos encontramos
como al principio. Creemos haber cambiado algo, pero, a veces, morimos sin
haber visto ni siquiera la luz. No nos hemos despertado nunca a la realidad.
Hemos vivido en sueños, sin ninguna consistencia…
Y esto es así porque nos
resulta difícil aceptar la realidad. Y, a decir verdad, nadie la acepta nunca
totalmente. Hasta que un día tropezamos con algo a lo que nosotros llamamos
fracaso, y nos es dado descubrir que no nos queda más que esta sola realidad
desmesurada: «Dios es».
Quien acepta esta
realidad y se goza hasta el fondo de ella ha encontrado la paz. Dios es, y eso
basta. Pase lo que pase, está Dios, el esplendor de Dios. Basta que Dios sea
Dios. Solo quien acepta a Dios de esta manera es capaz de aceptarse
verdaderamente a sí mismo. Son palabras de san Francisco de Asís.
Dios hace, y nosotros
debemos dejarnos llevar, y esta santa obediencia nos da acceso a las
profundidades del universo, a la potencia que mueve los astros y que hace
abrirse tan graciosamente las más humildes flores del campo. Descubrimos esa
soberana bondad que está en el origen de todos los seres y que estará un día
toda entera en todos, pero nosotros ya la vemos esparcida y extendida en cada
ser. Es cierto que no podemos pasar por alto el mal que hay en el mundo, pero, nos
es preciso aprender a ver el mal y el pecado como Dios lo ve. Eso es
precisamente lo difícil, porque donde nosotros vemos naturalmente una falta a
condenar y castigar, Dios ve primeramente una miseria a socorrer.
El Todopoderoso es
también el más dulce de los seres, el más paciente. En Dios no hay ni la menor
traza de resentimiento. Cuando su criatura se vuelve contra Él y le ofende,
sigue siendo a sus ojos su criatura. Podría destruirla, desde luego, pero ¿qué
placer puede encontrar Dios en destruir lo que ha hecho con tanto amor?
Todo lo que Él ha creado tiene raíces tan profundas en Él… Es el más desarmado
de todos los seres frente a sus criaturas, como una madre ante su hijo. Ahí
está el secreto de esta paciencia enorme que, a veces, nos escandaliza.
Dios siempre nos está
diciendo: “Si algún día tenéis un disgusto, si estáis en la miseria,
sabed que yo estoy siempre aquí. Mi puerta está completamente abierta, de día y
de noche. Podéis venir siempre, estaréis siempre en vuestra casa y yo haré todo
por socorreros. Aunque todas las puertas estuvieran cerradas, la mía estará siempre
abierta”.
El Señor nos ha enviado a
evangelizar, a todos nosotros; evangelizar a alguien es decirle: “Tú
también eres amado de Dios en el Señor Jesús”. Y no solo decírselo, sino
pensarlo realmente. Y no solo pensarlo, sino portarse con ese alguien de tal
manera que sienta y descubra que hay en él algo de salvado, algo más grande y
más noble de lo que él pensaba, y que despierte así a una nueva conciencia de
sí. La tarea es delicada, pero sabemos que “las puertas de la
misericordia del cielo no se cerrarán aunque no haya ni un justo sobre la
tierra”…