TRES HOMILÍAS SOBRE EL AMOR ETERNO
PRIMERA…
El amor siempre quiere eternidad, por ello al ser Dios-Amor, Resucitar es
Amar. Más allá de
nuestra fragilidad, se encuentra el don. La fe se hace real como una promesa de
Dios: “aunque pases por el fuego, no temas, yo estoy contigo” (Is
43,2.5).
Para los
cristianos la Resurrección de Jesús es el gozne de la historia y la fuente de toda
nuestra esperanza. Cuando Jesús, el Crucificado, se mostró a sus amigos, fue
algo que les sobrepasó. Se sintieron embargados, al mismo tiempo, de miedo y de
alegría: “Es el amor quien cree en la resurrección”. La fe en la
resurrección implica más que un acontecimiento físico excepcional. Requiere una
longitud de onda del corazón, no solo un examen objetivo de los datos.
Amamos mejor cuando nos sabemos amados. Y la resurrección de Jesús es la
prenda del amor que Dios nos tiene. Nos abre una perspectiva totalmente
distinta sobre la vida y la muerte. Es el signo definitivo de que Dios es
siempre un Dios de vida y enemigo, siempre, de la muerte. Ofrece una nueva y
explosiva imagen de lo que somos y de hacia dónde vamos. No estamos hechos para
acabar en la muerte sino para la plenitud de vida, aquí y más allá.
Cuando
sentimos que nuestra vida es como un barco que se hunde, que zozobra de un modo
donde todo parece angustia, pena y días grises…, percibimos de pronto la luz de
un faro, una luz eterna…, y divinamente cristificados, como otro Cristo,
por haber sido él lo que somos, esta ‘sombra’ que creíamos ser,
este ‘don nadie’, este trasto, será inmortal diamante, es
diamante inmortal en manos de su Creador…
“Morir, solo es morir, morir se acaba…”, por eso, tras el duelo o el pánico,
como en un barco que se hunde, surge la experiencia de una luz inmortal que
transforma lo que soy. Si Cristo se hizo uno de nosotros, y si nosotros ahora
participamos de su resurrección, entonces dejamos de ser frágiles, seres
inútiles e intrascendentes en los que lo humano casi parece una broma. Somos,
porque es Dios quien lo dice, “diamantes inmortales”, tesoros de
belleza y de vida para toda la eternidad.
Y esa
plenitud comienza aquí y ahora –“quien cree tiene vida eterna”-
(Jn 6, 47). Creer en Cristo e intentar vivir como él se convierte en “una
fuente de agua que salta hasta la vida eterna” (Jn 4,14). Cuanto
hayamos experimentado del amor, cuanto hayamos entregado en el amor, hará de la
muerte una suave transición.
Las semillas
de eternidad están ya presentes, brotando, fructificando, al vivir
amorosamente: “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque
amamos” (1Jn 3,14). Lo que Dios hace en nosotros, si acogemos su don,
es irnos introduciendo en una plenitud que se prolonga más allá de la muerte.
El ascenso hacia el cielo ya está teniendo lugar -¿qué estamos mirando?-.
Es cierto
que al acercarnos a la muerte podemos sentir angustia, pero nadie puede
quitarnos la libertad de abandonarnos en las manos de Dios, de tal manera que
morir sea una entrega orante. Quizá queden heridas no curadas, esperanzas
incumplidas o preocupaciones por los que dejamos atrás. Pero también llegan el
agradecimiento y la paz por haber sido importantes para algunas personas a lo
largo de la vida. Y, sobre todo, por confiar en que el Señor Resucitado pueda
llevarnos a través del oscuro umbral. Dios es especialista en
Resurrección.
Y si creéis
que no estáis en orden, que no sois del todo dignos, pese a todo, no olvidéis
nunca, nunca, nunca... que las puertas de la misericordia del cielo
-o del corazón de Dios, tanto da- no se cerrarán, aunque no haya ni un justo
sobre la tierra. Aunque nos cueste creerlo, el DON no nos es arrebatado
nunca-jamás…
Por todo, hoy Jesús se acerca a nosotros como antaño
se acercó a la casa de Marta y María y nos pregunta: a la vista de la muerte
que parece matar toda vida y todo amor, “¿Creéis, crees que yo soy la resurrección y
la vida?”
Si creemos, se romperán las ataduras de la muerte y la
vida empezará a ser eterna, pues para eso hemos nacido, para el eterno amor de
Dios.
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SEGUNDA…
“Morir solo es morir, morir se acaba…”, por eso nos toca aprender a enfrentarnos a los momentos que podemos
considerar de derrota. Son esos momentos los que nos enseñan que
la felicidad también es posible en los momentos oscuros de la vida, cuando
parece que no haya sino abismo y comenzamos a dudar de un nuevo amanecer,
cuando nos toca separarnos de los seres que amamos, sabiendo que se trata de un
“¡hasta luego!”, porque la vida, como el amor, es más fuerte que la muerte.
“En la vida no hay explicación para todo y en la fe
tampoco”.
Nosotros podemos resolver enigmas, pero en el misterio solamente podemos
profundizar cada día un poco más. Algo hay evidente, “surgimos de las
manos del Amor de Dios y el Amor de Dios siempre entrega eternidad”.
En
un determinado momento la fe puede querer ser para los creyentes un sustituto
de la falta de explicación del mundo y entonces buscamos un “porqué”, pero este
es un camino muy peligroso, porque a veces no lo hay. Entonces no se trata de
vivir con una explicación, sino en una aportación de vivir con fe, por más que
a veces nos cueste creerlo, que “toda situación está en las manos de
Dios”.
A
veces -por enfermedad, por muerte- la vida contradice nuestras expectativas, y
nosotros que somos personas que necesitamos orden para vivir, que necesitamos
lógica, cuando eso no se da no sabemos qué hacer, nos sentimos inciertos, no
sabemos dónde apoyarnos, dónde ir y buscamos siempre algo que nos dé
seguridades: “si toco esto no me va a pasar nada, si rezo diez veces una
oración no me va a pasar nada…”, pero la vida no funciona así, lo sabemos.
Una
y otra vez la vida nos pone ante los ojos que somos seres limitados, frágiles,
amenazados y que por más que digamos que todo va a ir bien, algunas cosas no
van a ir bien. Y es precisamente en esas situaciones adversas que se nos llenan
de preguntas cuando nos toca descubrir que la verdadera cuestión no es el ¿por
qué?, sino ¿qué hago yo con todo eso que me ha venido?, ¿qué puedo hacer con
todo mi dolor?¿Cuál es el verdadero misterio de la vida y de la muerte…?
Ante
el dolor inexplicable es importante, antes de dar respuestas, llorar con el que
llora, acompañar al que sufre. Corremos el peligro, ante el dolor, de responder
negativamente, de ensimismarnos, de encerrarnos en nosotros mismos, porque es
lo primero que hace el dolor, como cuando en la cama nos ponemos en posición
fetal, protegiéndonos contra todo, como se encoge el cuerno de un caracol
cuando lo tocamos; y comenzamos a sentir autocompasión, convenciéndonos de que
nada merece la pena.
Nos toca aprender a encarar el dolor positivamente, descubrir la
compasión, porque el dolor propio nos hace entender qué les pasa a los demás.
El dolor puede generar empatía y la empatía puede generar comprensión y la
comprensión genera encuentro y solidaridad.
Debemos
tener muy presente siempre que “el icono de la fe es Cristo-Crucificado”,
donde se concentra la mayor contradicción del mundo: “lo que es más de
Dios está frustrado, está muerto”.
Pero,
lo que nos dice la fe es que esa situación está en manos de Dios, y es a partir
de ahí cuando nos toca optar, movernos, -“porque en la Cruz, Jesús nos
precede”- él sabe lo que nos pasa cuando el dolor nos rompe, y nos
acompaña a vivirlo, ofreciéndonos su fe.
No nos quita el dolor, pero lo llena de sentido, y nos mueve para
que la vida no quede presa, atrapada, cerrada, sino que pueda seguir dando de
sí.
El mundo va a ser siempre contradictorio y no sabremos
explicarlo nunca del todo, pero en medio de la contradicción Cristo nos ofrece
un camino de fe y un camino de empatía y de amor hacia los demás. Y ese es el
Camino, si pretendemos la ‘Verdad’ y la ‘Vida’.
Todo
esto tiene mucho de “gracia”: ¿por qué no podemos hacerlo cuando
queremos? Porque no depende solo de nosotros, depende de quién nos rodea, de
qué nos dicen, del contexto, de que sepamos resistir y esperar -por eso, para
un cristiano es fundamental rezar, pero la oración como “contemplación
de Cristo-Crucificado”, de lo que verdaderamente es Cristo.
Nos
toca aprender a crear “momentos de calidad” -los orantes igual
que los amantes-.
Fundamental
en los momentos de dolor es: no encerrarnos, llorar, dejarse acompañar, hacer
silencio ante la Cruz de Cristo y dar tiempo. Los brotes de dolor seguirán
arrastrándonos, pero todo está en las manos de Dios, porque la vida es más
fuerte que la muerte…, nos lo dice Cristo-Crucificado, que
es la manifestación de hasta qué punto Jesús ha sido libre, solidario y hombre
de paz.
Dios antes aún de crearnos nos amó, con un
amor que nunca ha disminuido, y nunca se desvanecerá. Y en este amor Él hizo
todas sus obras, y en este amor Él hizo de modo que todo tenga su sentido, su
misión, y en este amor nuestra vida dura para siempre… En este amor tenemos
nuestro principio, y todo esto lo veremos en Dios sin fin.
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TERCERA…
A
veces nos preguntamos ¿quién se acordará de nosotros cuando hayamos muerto?,
casi como un canto desesperado, con la extraña sensación de que el mundo
seguirá sin nosotros como si nada. Pero, nos olvidamos de que a Dios no le dio
lo mismo, solo a Él pertenecemos. Salimos de sus manos y a sus manos volvemos: “¡Levántate,
amada mía, hermosa mía, y ven!” (Cantar de los Cantares 1,28): la
muerte, ¿nos atreveremos a verla como esta invitación que Dios nos hace de
volver a Él?
La
muerte no es una desgracia: es una vocación, una llamada: “Ven, porque ha
pasado el invierno, las lluvias han cesado y se han ido, brotan flores en la
vega. ¡Levántate, amada mía, hermosa mía y ven a mí!” (Cantar de los
Cantares 1, 11-13).
“Maestro
-¿dónde vives?-, le preguntaron dos jóvenes a Jesús, y él
les respondió: “Venid y lo veréis” (Jn 1, 38-39). El evangelista nos
cuenta que ‘se quedaron con él aquel día’. La muerte es ir y ver: entrar
donde él mora y quedarse a su lado todo ese largo día -quizá un instante sin
tiempo, permanentemente presente- que se llama eternidad. Esa es la
verdadera vida que desde aquí no nos es dado contemplar, pese a que de algún
modo la intuimos.
¿A
qué hora está bien volver a casa? ¿Dónde está escrita la magnitud del don?
A los que nos aman siempre les parecerá demasiado pronto, y nadie aceptará un
consuelo que no quiere por la sencilla razón de que no queremos ser consolados.
Pero, solo pertenecemos a Dios, para los demás, con todo su amor, no somos sino
un préstamo que no se retira, pero sometido a mutaciones, a todos esos cambios
que nos harán finalmente descubrir, también a nosotros, la verdadera vida, la
esencia divina de toda vida humana.
En
contra de todo lo que nos parezca, al fin y al cabo solo podemos contemplar
desde este lado, nadie se muere solo, por mucho que les cueste a filosofastros
y poetastros. Nos acompañan los felices de la otra orilla, como siempre lo han
estado haciendo, porque el río de la vida transcurre entre dos orillas. Se
trata de un salto del que nos recogen las manos de Dios. El dolor de los que
aquí quedan no es más que otra expresión del amor, lo único por lo que de
verdad merece la pena haber vivido, el verdadero sentido de la vida divina en
Dios.
Jesús
no saltó del alero del templo (como le pedía el tentador), pero no tuvo
inconveniente en descender al abismo de la muerte, a la noche del abandono, al
desamparo propio de los indefensos: la encarnación también era eso. Se atrevió
a dar ese salto como acto del amor de Dios por nosotros. Y por eso sabía que,
saltando, solo podía caer en las manos bondadosas del Padre. Así se revela el
verdadero sentido del salmo 91, el derecho a esa confianza última e ilimitada
de la que allí se habla: quien sigue la voluntad de Dios sabe que en
todos los horrores que le ocurran nunca perderá la última protección.
Sabe que el fundamento del mundo es el Amor y que, por ello, incluso cuando
nadie quiere ayudarle, él puede seguir adelante poniendo su confianza en
‘Aquel’ que le ama.
¡Qué
tarde solemos descubrir la esencia de la felicidad, su humildad!
Una
chica muy inteligente y muy santa escribió en cierta ocasión a un amigo: “Me
gusta creer que después del ligero choque de la separación, sea lo que fuere lo
que me ocurra, no experimentarás al respecto ninguna pena, y si alguna vez
ocurre que piensas en mí, espero que sea como quien recuerda un libro leído en
la infancia. Quisiera no tener jamás otro lugar en el corazón de los seres,
para estar segura de no causarles ninguna pena”.
Pero
el amor de los que aquí quedan, en sus grados diferentes, se opone a eso,
porque al amor no le importa el dolor, siendo capaz de aceptar cualquier cruz. Amar,
quizá, en ocasiones, sea no querer hacer sufrir, pero morir ya sabemos que no
depende exclusivamente de nosotros… y nuestra ausencia no podrá evitar provocar
dolor en la medida del amor que compartimos…
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CUARTA…
El
gesto que condensa todo el movimiento de Dios hacia el ser humano lo realizó
Jesús en la Última Cena cuando, para lavarles los pies a sus discípulos, se
agachó ante ellos. Este abajamiento que ensalza, es la quintaesencia del Evangelio, que
nos enseña a enfrentarnos a los momentos que podemos considerar de derrota. Son
esos momentos los que nos enseñan que la felicidad también es posible en los
momentos oscuros de la vida, en la noche oscura, cuando nos toca separarnos de
los seres que amamos, sabiendo que se trata de un “¡hasta luego!”, porque la
vida, como el amor, es más fuerte que la muerte. Es lo que vino a decirnos,
entre otras cosas, Jesús de Nazaret, el Cristo.
La
nuestra es una vida con esperanza, es decir, con plenitud de sentido, que
supera el destino inevitable de la muerte. Dios se hizo hombre para
divinizarnos, por eso, nosotros los cristianos no debemos temer a la
muerte. Porque la muerte no es el final de la vida.
Nosotros
los cristianos sabemos que él -Jesucristo- vino y se fue; se fue, pero se quedó
con nosotros; se quedó, pero volverá; y antes de que vuelva, nosotros iremos a
él...
Los sentimientos que debemos desear
tener ante la inminencia de la muerte –y que ya debemos tener, ahora- no
debieran ser otros que estos: ¡PENSAR QUE VOY A DESCUBRIR LA
TERNURA!... Es imposible que Dios me decepcione. ¡La
simple hipótesis es absurda! Iré a él y le diré: No apelo a nada más que a haber
creído en tu bondad. Pues ahí está mi fuerza, toda mi fuerza, mi única
fuerza.
Nuestro juez es aquel que todos los
días subía a la azotea y miraba al horizonte para ver si volvía el hijo
pródigo. ¿Quién no desearía ser juzgado por él? San Juan escribe: “Quien
teme, no es aún perfecto en el Amor” (1Jn 4, 18).
En el fondo de muchos –“Señor, no
soy digno”-, late un espantoso orgullo... Una cosa hay, por consiguiente,
cierta, y que debemos repetirnos a nosotros mismos: SOY
AMADO, YO, YO MISMO, y mimado por una ternura secreta,
pero vigilante.
Si estuviera en pecado, no tendría más
que decir: “Perdón”, para despertar en el rostro de mi Padre una
sonrisa elocuente. Si sólo soy tibio y sin verdadera belleza, con el polvo de
los pecados veniales pegado a mi piel, entonces necesito creer que el Amor me
está mirando, como una madre mira a su hijo travieso que acaba de ensuciarse la
cara con el dulce que ha robado.
Padre, si tuviéramos que ser dignos de tu Amor para atrevernos a aceptarlo, Tú ya no serías tú, no serías ya el AMOR..
Jesucristo
nos desveló el camino, nos descubrió el camino, para que todo el que cree en Él
tenga vida eterna. Por eso no debemos tener miedo de atravesar esa puerta y,
quién sabe si sorprendidos, nos descubriremos diciendo: ¡Entonces eras tú, y estabas
aquí! ¿Cómo no lamentar la pérdida de los seres que amamos? Pero eso no debe
hacernos olvidar dar gracias por la vida que nos dieron, la vida que vivieron con
nosotros, por la vida que nos descubrieron...
Por
lo tanto el problema no está en la muerte, sino en la postura personal ante la
muerte: si la miro como una trágica pérdida o como un cambio de dimensión
existencial. Lo que de verdad nos aflige es la idea que tenemos de la muerte
-desde aquí-, no la realidad de la muerte en sí -que va más allá-. Todo ese
dolor que nos parte el alma debe ser aprovechado para darnos cuenta de que esa
presencia-ausente la podemos vivir de otra manera, con las lágrimas de la paz.
Quién
sabe si este latigazo a nuestra rutinaria vida no nos servirá para despertar de
una vez, a nosotros, que hemos aprendido a volar como los pájaros y a nadar
como los peces, pero seguimos ignorando el pequeño arte de leer la radiografía
de la vida… Y de la muerte. Nos quedamos, tantas veces, a la puerta de
nuestra casa, sin atrevernos a entrar en ella, tiritando de miedo y de frío.
Nos cuesta a todos cambiar, por el temor a lo nuevo, y así nos negamos, llenos
de prejuicios, a vivir la profundidad de nuestra existencia. Vivimos al estilo
de los bonsáis, un árbol al que se le impide crecer. Se busca que viva, sin
sobrepasar unos límites, que no debemos ponerle a la vida.
Corremos
el peligro de que se nos olvide que el Creador de la vida se solidariza con la
muerte de cada ser humano. En todo funeral hay una cruz que preside el rito.
También hay un cirio encendido, es la Pascua: Dios muere como un hombre para
que el ser humano muera como Dios. La verdadera manifestación de Dios
se encuentra en la Cruz de Jesús. Precisamente en lo que supone de abandono,
cuando más precisaba la mano que lo debía rescatar.
Esto,
que es un escándalo para la mente humana, es la clave donde más se revela el
amor. Es el momento de abandonar la larva para que brote la
mariposa. Es el parto de la Cruz, donde Dios se manifiesta en su propia muerte.
El
ser humano no puede comprender con su razón cómo Dios mismo se puede rendir a
una muerte física. Son los límites de la razón…
La
Resurrección de Cristo es impensable sin el acontecimiento de la muerte de Dios
en la Cruz de Jesús. Este límite es el punto de partida de la fe. Resucitando
a Jesús, Dios comienza la nueva creación. Sale de su
ocultamiento y revela su intención última, lo que buscaba desde el comienzo al
crear el mundo: compartir su felicidad infinita con el ser humano..., con todos
nosotros…
…con cada uno de nosotros, pues para eso hemos nacido, para el eterno amor de Dios...
Mas allá de la historia,
de nuestra personal historia, entramos en el ámbito del Amor, y el Amor no pasa
nunca…
…Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales…/.