EL MAESTRO SUFRIMIENTO
Con que facilidad nos deja la muerte
sin palabras. De pronto no sabemos qué decir. Vivimos muchas veces fluctuando
entre la luz de Dios y las tinieblas, olvidando que Dios ama la vida en el
fracaso, en lo que nosotros consideramos fracaso, tanto como en el éxito. Nos
cuesta creerlo, pero la vida eterna está aquí. La vida eterna es ahora. Pero
nos da miedo esta evidencia.
No deja de
ser curioso que justamente en aquello que no nos atrevemos a mirar esté Dios
esperándonos, para reconfortarnos y quitarnos todos los miedos, para hacernos
verdaderamente libres.
La
aceptación momentánea de todo tal como es –morir, por ejemplo- vale más que mil
años de piedad. A veces, bastaría con que hiciésemos del tiempo nuestro aliado,
aunque siempre lo es, incluso cuando creemos tenerlo en contra. Para el
cristiano la vida no es un problema que haya que resolver, ni una pregunta que
haya que responder. La vida es un misterio, con un fondo difícil de ver, que a
veces se manifiesta como abismo, quizá de inimaginable miseria, pero en el que
también nos persigue el amor de Dios.
Si
nos atreviésemos a despertar nos daríamos cuenta de que la fuente de todo el sufrimiento
humano es considerar permanente lo que por esencia es pasajero; y se nos olvida que Dios nos ha
propuesto un plan de amor interminable. Que pueda Cristo decir de mí: “Este es mi cuerpo”. Y
Él, que es el camino, la verdad y la vida, nos susurra al oído: Deberías
aprender a contemplar tus pecados para ver que el arrepentimiento alcanza su
plenitud cuando uno consigue agradecer hasta sus propios pecados. Porque hay
puertas a las que sólo podemos llamar para agradecer… En Getsemaní Cristo nos
enseña a pedir “que se haga tu voluntad, no la mía”.
La oscuridad
revela la ardiente belleza de la llama que, abrazada al tronco, lo ilumina y
consume. Para conseguir una auténtica felicidad, hay que liberarla de las
trampas: la principal es quizá la que afirma que sólo se puede ser feliz en los
momentos luminosos de la vida; que en la felicidad nunca caben las lágrimas.
Pero es posible una alegría profunda. Hecha de risas y lágrimas, capaz de
vivirse en los momentos de euforia y de fiesta, pero también en las horas más
oscuras. Es posible un gozo con raíces hondas, que se disfruta en los días
radiantes, pero que no se apaga sin más ante la dificultad y la zozobra. Es
posible la alegría, también de noche, en la noche oscura. Es posible, en fin,
una felicidad liberada de la tiranía de sentirse bien a toda costa.
¿Por qué nos da miedo la muerte? Si al bebé, en la oscuridad del útero materno, se le
dijera que fuera hay un mundo de luz, con altas montañas, grandes mares,
onduladas llanuras, hermosos jardines en flor, arroyos de aguas frescas y
cristalinas, un cielo cuajado de relucientes estrellas y un sol naciente, y tú,
frente a todas estas maravillas, sigues encerrado en esta oscuridad. Igual que
el nonato no sabe nada de estas maravillas, tampoco nosotros
creemos nada de esto, cuando nos enfrentamos a la muerte… por eso tenemos
miedo. Alguien podría decir que la muerte no puede ser luz porque es el final
de todo, pero… ¿Cómo puede ser el final de algo que no tiene principio?
La vida no es algo entre dos vacíos, sino entre dos plenitudes. Así pues, no
podemos estar tristes en esta “noche de bodas” de nuestro matrimonio con la
eternidad.
Es cierto que a veces parecen caer sobre nosotros un conjunto exagerado de
sufrimientos. No lo entendemos, por más vueltas que le demos. Prácticamente
todo el que intenta acercarse a Dios de manera realista, instalar la lógica de
la fe en su vida, ser verdadero discípulo de Cristo, pasa un día u otro por
esta clase de pruebas. No son dolores estándar, sino que están “hechos a la
medida” de cada uno. Sin pasar por aquí no creo que se pueda creer en Dios,
esperar en Dios, amar a Dios desinteresadamente, sin amarse a sí mismo
egoístamente.
En esos momentos no se nos pide ser muy fuertes. No se le
pide al trigo ser fuerte cuando se le muele, sino que deje que el molino lo
haga harina. Es raro que en esos momentos comprendamos qué utilidad puede tener
ese sufrimiento. Sólo tiene la apariencia de una monstruosa contradicción, no
reconocemos la cruz en él. Es solamente después cuando llegamos a comprender
que por ese sufrimiento “llegamos a ser lo que verdaderamente somos”.
Pero, actualmente,
en determinados medios y ambientes, comienza a darse un silencio total con
respecto a Dios. Por una extraña sustitución, la creación ocupa el “espacio”
del Creador. Este silencio parece no alertarnos. Un peligro mayor se acerca a
la Iglesia sin hacer ruido. El peligro de un tiempo, de un mundo en el que Dios
ya no será negado ni combatido, sino excluido, donde será impensable -ninguna
pobreza humana es semejante a esta-. Un mundo en el que querremos gritar su
nombre, pero en el que entonces [nosotros] no podremos lanzar ese grito, porque
ya no tendremos sitio donde poner los pies.
Todo ser humano, independientemente de su ideología política, de su
religión, es primero, ante todo, nuestro hermano de creación. Este estado de ‘hermano’
ordena para nosotros las reacciones tanto lúcidas como severas que podamos
tener cara a él. Pero ni la formación política más eficiente puede destruir a
la persona que Dios ha creado. A ella nos tenemos que dirigir, cualesquiera que
sean las deformaciones o desviaciones que tenga que haber soportado. Su corazón
es un corazón humano, aquel al que Cristo se dirigió y al que quiere hablar a
través de nosotros.
Y si creéis
que no estáis en orden, que no sois del todo dignos, pese a todo, no olvidéis
nunca, nunca, nunca... que las puertas de la misericordia del cielo
-o del corazón de Dios, tanto da- no se cerrarán, aunque no haya ni un justo
sobre la tierra. Aunque nos cueste creerlo, el DON no nos es arrebatado
nunca-jamás…
Por todo, hoy Jesús se acerca a
nosotros como antaño se acercó a la casa de Marta y María y nos pregunta: a la
vista de la muerte que parece matar toda vida y todo amor, “¿Creéis, crees que yo soy la
resurrección y la vida?”
Si creemos, se romperán las ataduras
de la muerte y la vida empezará a ser eterna, pues para eso hemos nacido, para
el eterno amor de Dios…
(M.D. & cía., OFM)