EN EL MANANTIAL

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ESTUDIO DEL PINTOR

domingo, 2 de junio de 2019

CLAMO. ¡VIOLENCIA!


CLAMO. ¡VIOLENCIA!

A veces, desde otras culturas, podemos escuchar las objeciones de que el cristianismo está fascinado por la violencia y pone la fealdad del sufrimiento en el pedestal donde otros ponen a personajes sonrientes; quien así se manifiesta no hace sino poner su ignorancia como pauta de conducta acerca de nuestra religión y sus símbolos. Pero, cuando son precisamente los que han crecido en una cultura impregnada por el cristianismo, los que piden que se quiten los crucifijos de escuelas y todo tipo de espacios públicos porque nadie está obligado a soportar tan terrible escena, no puedo evitar preguntarme cómo han podido ser tan bien educados para malentender tan absolutamente el mensaje de la cruz.
¡Porque el cristianismo verdaderamente ‘no celebra la violencia’! Simplemente no censura el hecho de que la violencia es parte de nuestro mundo y de que cayó sobre nuestro Salvador. Claro, que en un mundo tan bien educado como el nuestro, alguien ha debido extender la leyenda urbana de que basta con cerrar los ojos para que la violencia desaparezca. Tantos años de educación, de la buena, para terminar adoptando las actitudes del avestruz, que tan sabiamente esconde la cabeza en la arena para escapar del peligro.
Lo que el cristianismo nos dice con la cruz es que la violencia ‘no tiene ni puede tenerla última palabra’, que Jesús prefirió dejarse matar violentamente a utilizarla o aprobarla. La fe cristiana dice que la violencia, después de que Cristo la cargue sobre sí, no se alza ya como un absurdo desgarrador, sino que fue transformada interiormente por el sentido que Él l e dio a su pasión y muerte. la cruz no es a la postre una “manifestación” de violencia, sufrimiento y muerte, sino, por el contrario, un anuncio del amor que es “más fuerte que la muerte”, es un homilía sobre la fuerza de la esperanza que relativiza e ironiza a la misma muerte: “¿Dónde está muerte tu aguijón, dónde tu victoria?”.
¡No se puede, pues, adulterar así el sentido de la cruz, arrancar así el símbolo de su contexto! El Evangelio no narra el relato de la cruz como una historia de terror, en la que el sufrimiento y el horror tienen su finalidad en sí mismos, en la que son instrumentos para conseguir un agradable y excitante estremecimiento de los nervios. La imagen de la cruz y el sufrimiento apunta hacia un horizonte más amplio… ¡Y ese es el tema!
Hoy por hoy, por el terrible exceso de nuestra ignorancia, es como si la cruz, el sufrimiento y la sangre hayan pasado a ocupar el primer plano de tal modo que parece que han dejado de apuntar hacia ese contexto y horizonte más amplio del mensaje pascual, como ocultándolo. En nuestro tiempo la violencia fascina precisamente por su autofinalidad, por no apuntar sino hacia sí misma.
La muerte violenta es siempre horrible, pero las ejecuciones y las guerras en todo su horror tenían al menos ‘una meta’. Por supuesto, los bombardeos aéreos sobre territorio enemigo con abundantes bajas civiles previsibles han supuesto superar ciertos límites en la historia de las matanzas, pero también esto tenía una cierta lógica -aunque difícil de justificar-, siempre se distinguía de algún modo el frente de guerra, nuestro territorio y el territorio del enemigo. Pero para los asesinos-suicidas, que ponen explosivos en diferentes lugares de metrópolis internacionales, por los que puede pasar ‘cualquiera’, incluido algunos de sus correligionarios políticos y religiosos, sus paisanos y sus mujeres y niños, ahora ‘todo el mundo es territorio enemigo’. ¿En qué paraíso quieren despertarse esos que con esa tradición perversa de mártires hacen del mundo un infierno? En 2004, los terroristas eligieron escuelas como su objetivo y a niños como sus rehenes. Si la palabra ‘diabólico’ tiene todavía algún sentido para nosotros, entonces no vacilaremos en utilizarla para designar actos semejantes.
¡Lo demoníaco es la inversión de lo sagrado, no lo olvidemos! Cuando en la Ilustración la religión se identificó con la esfera de lo “razonable y moral”, lo ‘sagrado’ -ese ‘mysterium tremendum et fascinans’-, eso ante lo que a la razón le entra vértigo, se retrajo para escapar a dos únicos escondites: la violencia y la sexualidad.
Quizá esto nos ayude a entender por qué precisamente la sexualidad y la violencia son temas centrales de los relatos que, llenos de imágenes sugestivas, trucos fílmicos y técnicas de ordenador, son vertidos en el subconsciente de millones de personas de nuestra civilización tarde tras tarde, noche tras noche. La gente, que, por lo demás, ha perdido el contacto con lo sagrado, adivina aquí inconscientemente la posibilidad de superar la esfera de lo racional, de procurarse un pedacito de éxtasis, de salir de la cotidianidad de cada día. ¡Miren alguna vez con atención los ojos de los niños que pasan horas diarias en la curiosa masturbación mental de los juegos de ordenador que les permiten identificarse ‘sin mojarse’ con los placeres de los asesinos!
La presión de la cotidianidad, la amenaza del estereotipo y el aburrimiento, la experiencia de que todo vuelve a hacerse habitual en unos instantes, lleva a una constante intensificación de los experimentos y a la superación ‘ad absurdum’ de límites que ayer eran considerados todavía incuestionables. Y, en un determinado momento, el juego traspasa las fronteras del mero juego, la cosquilleante vivencia del asesinato, intentado mil veces para divertirse en los juego de ordenador o visto sin aliento en las películas de catástrofes o de acción, se desliga del mundo de la fantasía sobrecargada, escapa por la frontera indefinible entre la virtualidad y la realidad. La violencia baila en la escuela y en las calles, mete a todos en el juego, el terrorista y la víctima son roles intercambiables que al final combinan muy bien. ¡Todo está permitido!
No, no tengo la panacea para el dolor de la violencia. Llevo esta herida de nuestro mundo a mis meditaciones sobre el viacrucis. Sí, a veces al cerrar los ojos mientras lo rezo, aparecen todas esas escenas violentas que de un modo u otro se han ido almacenando en mi memoria. Pero no, el Jesús en e4l que creo no es ningún héroe de Hollywood, un campeón en la categoría del sufrimiento. Su resurrección no puede ser captada por el ojo de la cámara, sucede a más profundidad, en esa capa indestructible de la realidad que se llama esperanza.
“Que el sufrimiento es la roca del ateísmo, ya lo han dicho demasiados, en la Biblia es Job su mejor representante”. Después siguen siendo muchos los que han llegado a la opinión, cara a cara al sufrimiento, de que tenían que tachar de su visión del mundo la “hipótesis Dios”. Bueno, tachémosla: pero ¿ha disminuido con ello la cantidad de sufrimiento del mundo? ¿O sólo ha disminuido la fuerza de la esperanza y el mal ha recibido más oportunidades, no sólo de vencer en el mundo externo, sino de propinarle al corazón humano una dentellada de cinismo y desesperación?
La fe, que puede ser nuestra aliada en el combate contra el mal de la violencia, contra el sufrimiento y el cinismo, no puede producir explicaciones baratas; de ella, sin embargo, tiene que manar esperanza.
La esperanza es un don que Dios le ha otorgado a su creación; es la capacidad de captar la situación como siempre abierta.
El viacrucis termina cuando el cuerpo muerto de aquel que no retrocedió ante las fuerzas de la violencia y de la muerte es depositado en el regazo de su madre y luego en el seno de la tierra; pero María, que había creído que “para Dios no hay nada imposible”, sigue siendo en esa hora oscura una lámpara de esperanza: contra toda expectativa creerá, incluso en este momento, que Dios todavía no ha dicho su última palabra.
Muchas representaciones modernas del viacrucis añaden a las catorce imágenes clásicas todavía la resurrección, como última estación: le doy la preferencia a la versión clásica: ésta insinúa que estamos todavía “en medio del relato”, que la resurrección no es simplemente otra de esas estaciones: es otra dimensión, en la que podemos entrar solamente en modo esperanza. Sin embargo, justamente esta esperanza es la clave de sentido de todo el relato.
Cuando por fin sepamos contar el relato pascual, no como una historia sangrienta para despertar sentimientos de culpa, sino de modo que en nuestra homilía sea evidente esa contagiosa fuerza de la esperanza, entonces la gente no quitará espantada los crucifijos de las paredes, porque entenderán su mensaje. Cuando sepamos vivir este mensaje de un modo verosímil, entonces ni se le permitirá a la violencia ni podrá -ni en las películas ni en la real- ‘tener la última palabra’. Si Dios quiere.

(Tomáš Halík & cía.)


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