LA
ENFERMEDAD DEL ORGULLO ESPIRITUAL
Peculiar realidad que penetra en el
corazón de ¿los santos?
y devora su santidad antes de que esté
madura.
Hay algo de este gusano en el corazón de
todos los religiosos.
En cuanto realizan algo que saben que es
bueno a los ojos de Dios,
tienden a apropiarse de esa realidad y
hacerla suya.
Tienden a destruir sus virtudes
reivindicándolas para sí
y revistiendo la íntima ilusión de sí
mismos
con valores que pertenecen a Dios.
¿Quién puede escapar al secreto deseo de
respirar una atmósfera
diferente de la del resto de los seres
humanos?
¿Quién puede hacer obras buenas sin
buscar en ellas
alguna agradable distinción del común de
los pecadores del mundo?
¿Y la foto? Ninguna obra buena sin su
correspondiente fotografía.
¡Política de la santidad! Quizá el
primer rostro que alcancemos a distinguir
cuando creamos entrar en el cielo.
Esta enfermedad es aún más peligrosa
cuando consigue aparecer como humildad.
Cuando un orgulloso se cree humilde es
un caso perdido.
Supongamos que alguien ha hecho muchas
cosas
que a su
naturaleza le resultaba difícil aceptar.
Ha superado pruebas difíciles, ha
trabajado mucho
y, por la gracia de Dios, ha llegado a
poseer
un hábito de fortaleza y abnegación
gracias al cual, finalmente,
el trabajo y los sufrimientos se hacen
llevaderos.
es razonable pensar que su conciencia
esté en paz.
Pero, antes d que pueda percatarse de
ello,
la limpia paz de una voluntad unida a
Dios
se convierte en la complacencia,
encantada de haberse conocido,
de una voluntad que ama su propia
excelencia.
El placer que siente en su corazón
cuando realiza cosas difíciles
y consigue hacerlas bien, le dice
secretamente: "Soy un santo".
Incluso, parece que otros reconocen que
es diferente de ellos.
Lo admiran -¡qué facilidad de palabra,
aunque no diga nada!-
o, quizá. lo evitan -¡el dulce homenaje
de los pecadores!-.
El placer se convierte en un fuego
devorador.
El calor de ese fuego es muy semejante
al amor de Dios,
porque es alimentado por las mismas virtudes
que mantienen la llama de la caridad.
Arde en el fuego de la admiración de sí
mismo,
pero piensa: "Es el fuego del amor
de Dios".
Piensa que su orgullo es el Espíritu
Santo.
El dulce calor del placer
se convierte en el criterio de todas sus
obras.
El gusto que encuentra en los actos que
lo hacen admirable
a sus propios ojos le llevan a ayunar, a
orar, a ocultarse en la soledad,
a escribir muchos libros -¡pintar muchos
cuadros!-
o construir iglesias y hospitales o a
fundar mil organizaciones.
Y cuando consigue lo que quiere,
piensa que su sentimiento de
satisfacción
es la unción del Espíritu Santo.
Y la secreta voz del placer canta en su
corazón:
"No soy como los demás
hombres" (Lc 18,9-14).
Una vez que comienza a avanzar por este
camino,
no hay límites para el mal que,
llevado de la satisfacción de sí mismo,
puede hacer en nombre de Dios y de Su
amor y para Su gloria.
Está tan satisfecho de sí mismo
que ya no puede tolerar el consejo de
otra persona
-o las órdenes de un superior-.
Cuando alguien se opone a sus deseos,
junta humildemente las manos y parece
aceptarlo por el momento,
pero en su corazón dice: "Soy
perseguido por hombres mundanos,
incapaces de comprender a quien está
guiado por el Espíritu de Dios.
Con los santos siempre ha sido
así".
Y, habiéndose hecho un mártir,
es diez veces más testarudo que antes.
Cuando tal persona se cree que es un
profeta
o un mensajero de Dios, o que tiene la
misión de reformar el mundo,
las consecuencias son terribles...
Es capaz de destruir la religión
y hacer que el nombre de Dios resulte
odioso para todos.
«De alguna manera, tengo que buscar mi
identidad
no sólo en Dios, sino también en los otros.
Jamás podre encontrarme a mí mismo
si me aíslo del resto de la humanidad
como si perteneciese a una especie diferente,
o clase superior».
(Thomas Merton & Cía.)
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