EN EL MANANTIAL

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ESTUDIO DEL PINTOR

miércoles, 6 de enero de 2016

LA ENFERMEDAD DEL ORGULLO ESPIRITUAL

LA ENFERMEDAD DEL ORGULLO ESPIRITUAL
Peculiar realidad que penetra en el corazón de ¿los santos?
y devora su santidad antes de que esté madura.
Hay algo de este gusano en el corazón de todos los religiosos.
En cuanto realizan algo que saben que es bueno a los ojos de Dios,
tienden a apropiarse de esa realidad y hacerla suya.
Tienden a destruir sus virtudes reivindicándolas para sí
y revistiendo la íntima ilusión de sí mismos
con valores que pertenecen a Dios.
¿Quién puede escapar al secreto deseo de respirar una atmósfera
diferente de la del resto de los seres humanos?
¿Quién puede hacer obras buenas sin buscar en ellas
alguna agradable distinción del común de los pecadores del mundo?
¿Y la foto? Ninguna obra buena sin su correspondiente fotografía.
¡Política de la santidad! Quizá el primer rostro que alcancemos a distinguir
cuando creamos entrar en el cielo.
Esta enfermedad es aún más peligrosa
cuando consigue aparecer como humildad.
Cuando un orgulloso se cree humilde es un caso perdido.
Supongamos que alguien ha hecho muchas cosas
que a su  naturaleza le resultaba difícil aceptar.
Ha superado pruebas difíciles, ha trabajado mucho
y, por la gracia de Dios, ha llegado a poseer
un hábito de fortaleza y abnegación gracias al cual, finalmente,
el trabajo y los sufrimientos se hacen llevaderos.
es razonable pensar que su conciencia esté en paz.
Pero, antes d que pueda percatarse de ello,
la limpia paz de una voluntad unida a Dios
se convierte en la complacencia, encantada de haberse conocido,
de una voluntad que ama su propia excelencia.
El placer que siente en su corazón cuando realiza cosas difíciles
y consigue hacerlas bien, le dice secretamente: "Soy un santo".
Incluso, parece que otros reconocen que es diferente de ellos.
Lo admiran -¡qué facilidad de palabra, aunque no diga nada!-
o, quizá. lo evitan -¡el dulce homenaje de los pecadores!-.
El placer se convierte en un fuego devorador.
El calor de ese fuego es muy semejante al amor de Dios,
porque es alimentado por las mismas virtudes
que mantienen la llama de la caridad.
Arde en el fuego de la admiración de sí mismo,
pero piensa: "Es el fuego del amor de Dios".
Piensa que su orgullo es el Espíritu Santo.
El dulce calor del placer
se convierte en el criterio de todas sus obras.
El gusto que encuentra en los actos que lo hacen admirable
a sus propios ojos le llevan a ayunar, a orar, a ocultarse en la soledad,
a escribir muchos libros -¡pintar muchos cuadros!-
o construir iglesias y hospitales o a fundar mil organizaciones.
Y cuando consigue lo que quiere,
piensa que su sentimiento de satisfacción
es la unción del Espíritu Santo.
Y la secreta voz del placer canta en su corazón:
"No soy como los demás hombres" (Lc 18,9-14).
Una vez que comienza a avanzar por este camino,
no hay límites para el mal que,
llevado de la satisfacción de sí mismo,
puede hacer en nombre de Dios y de Su amor y para Su gloria.
Está tan satisfecho de sí mismo
que ya no puede tolerar el consejo de otra persona
-o las órdenes de un superior-.
Cuando alguien se opone a sus deseos,
junta humildemente las manos y parece aceptarlo por el momento,
pero en su corazón dice: "Soy perseguido por hombres mundanos,
incapaces de comprender a quien está guiado por el Espíritu de Dios.
Con los santos siempre ha sido así".
Y, habiéndose hecho un mártir,
es diez veces más testarudo que antes.
Cuando tal persona se cree que es un profeta
o un mensajero de Dios, o que tiene la misión de reformar el mundo,
las consecuencias son terribles...
Es capaz de destruir la religión
y hacer que el nombre de Dios resulte odioso para todos.
«De alguna manera, tengo que buscar mi identidad
no sólo en Dios, sino también en los otros.
Jamás podre encontrarme a mí mismo
si me aíslo del resto de la humanidad
como si perteneciese a una especie diferente,
o clase superior».

(Thomas Merton & Cía.)

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