EN EL MANANTIAL

EN EL MANANTIAL
ESTUDIO DEL PINTOR

martes, 28 de septiembre de 2021

SAN FRANCISCO DE ASÍS

SAN FRANCISCO DE ASÍS

En la vida, decía san Francisco de Asís, no hay misión para el ser humano comparable a la aceptación humilde y alegre de lo que es, de todo lo que es…, no es algo que resulte fácil. Nos lamentamos, en ocasiones por habernos olvidado tantas veces de Dios, pero, eso no significa que Él se haya olvidado de nosotros…, gracias a Dios.

No deja de ser curioso que, a veces, nos creamos inteligentes por ser capaces de encerrarnos en una idea y no alcanzar a comunicarnos con nadie. Y así, ignoramos lo que somos y en dónde somos, ignoramos el universo entero. Nos falta el silencio, la profundidad y la paz. La profundidad de una persona está en su capacidad de acoger. Nos hemos convertido en especialistas del aislamiento, por miedo a las heridas, por miedo a la vida. Nos empeñamos en ser como insectos incapaces de despojarse de su caparazón. Nos negamos el crecimiento. Nos agitamos desesperadamente en el interior de nuestros límites por la sencilla razón de negarnos a ver y ser. Y, a fin de cuentas, nos encontramos como al principio. Creemos haber cambiado algo, pero, a veces, morimos sin haber visto ni siquiera la luz. No nos hemos despertado nunca a la realidad. Hemos vivido en sueños, sin ninguna consistencia…

Y esto es así porque nos resulta difícil aceptar la realidad. Y, a decir verdad, nadie la acepta nunca totalmente. Hasta que un día tropezamos con algo a lo que nosotros llamamos fracaso, y nos es dado descubrir que no nos queda más que esta sola realidad desmesurada: «Dios es».

Quien acepta esta realidad y se goza hasta el fondo de ella ha encontrado la paz. Dios es, y eso basta. Pase lo que pase, está Dios, el esplendor de Dios. Basta que Dios sea Dios. Solo quien acepta a Dios de esta manera es capaz de aceptarse verdaderamente a sí mismo. Son palabras de san Francisco de Asís.

Dios hace, y nosotros debemos dejarnos llevar, y esta santa obediencia nos da acceso a las profundidades del universo, a la potencia que mueve los astros y que hace abrirse tan graciosamente las más humildes flores del campo. Descubrimos esa soberana bondad que está en el origen de todos los seres y que estará un día toda entera en todos, pero nosotros ya la vemos esparcida y extendida en cada ser. Es cierto que no podemos pasar por alto el mal que hay en el mundo, pero, nos es preciso aprender a ver el mal y el pecado como Dios lo ve. Eso es precisamente lo difícil, porque donde nosotros vemos naturalmente una falta a condenar y castigar, Dios ve primeramente una miseria a socorrer.

El Todopoderoso es también el más dulce de los seres, el más paciente. En Dios no hay ni la menor traza de resentimiento. Cuando su criatura se vuelve contra Él y le ofende, sigue siendo a sus ojos su criatura. Podría destruirla, desde luego, pero ¿qué placer puede encontrar Dios en destruir lo que ha hecho con tanto amor? Todo lo que Él ha creado tiene raíces tan profundas en Él… Es el más desarmado de todos los seres frente a sus criaturas, como una madre ante su hijo. Ahí está el secreto de esta paciencia enorme que, a veces, nos escandaliza.

Dios siempre nos está diciendo: “Si algún día tenéis un disgusto, si estáis en la miseria, sabed que yo estoy siempre aquí. Mi puerta está completamente abierta, de día y de noche. Podéis venir siempre, estaréis siempre en vuestra casa y yo haré todo por socorreros. Aunque todas las puertas estuvieran cerradas, la mía estará siempre abierta”.

El Señor nos ha enviado a evangelizar, a todos nosotros; evangelizar a alguien es decirle: “Tú también eres amado de Dios en el Señor Jesús”. Y no solo decírselo, sino pensarlo realmente. Y no solo pensarlo, sino portarse con ese alguien de tal manera que sienta y descubra que hay en él algo de salvado, algo más grande y más noble de lo que él pensaba, y que despierte así a una nueva conciencia de sí. La tarea es delicada, pero sabemos que “las puertas de la misericordia del cielo no se cerrarán aunque no haya ni un justo sobre la tierra”…