EN EL MANANTIAL

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ESTUDIO DEL PINTOR

jueves, 29 de abril de 2021

TRES HOMILÍAS SOBRE EL AMOR ETERNO...

TRES HOMILÍAS SOBRE EL AMOR ETERNO

PRIMERA…

El amor siempre quiere eternidad, por ello al ser Dios-Amor, Resucitar es Amar. Más allá de nuestra fragilidad, se encuentra el don. La fe se hace real como una promesa de Dios: “aunque pases por el fuego, no temas, yo estoy contigo” (Is 43,2.5).

Para los cristianos la Resurrección de Jesús es el gozne de la historia y la fuente de toda nuestra esperanza. Cuando Jesús, el Crucificado, se mostró a sus amigos, fue algo que les sobrepasó. Se sintieron embargados, al mismo tiempo, de miedo y de alegría: “Es el amor quien cree en la resurrección”. La fe en la resurrección implica más que un acontecimiento físico excepcional. Requiere una longitud de onda del corazón, no solo un examen objetivo de los datos.

Amamos mejor cuando nos sabemos amados. Y la resurrección de Jesús es la prenda del amor que Dios nos tiene. Nos abre una perspectiva totalmente distinta sobre la vida y la muerte. Es el signo definitivo de que Dios es siempre un Dios de vida y enemigo, siempre, de la muerte. Ofrece una nueva y explosiva imagen de lo que somos y de hacia dónde vamos. No estamos hechos para acabar en la muerte sino para la plenitud de vida, aquí y más allá.

Cuando sentimos que nuestra vida es como un barco que se hunde, que zozobra de un modo donde todo parece angustia, pena y días grises…, percibimos de pronto la luz de un faro, una luz eterna…, y divinamente cristificados, como otro Cristo, por haber sido él lo que somos, esta ‘sombra’ que creíamos ser, este ‘don nadie’, este trasto, será inmortal diamante, es diamante inmortal en manos de su Creador…

“Morir, solo es morir, morir se acaba…”, por eso, tras el duelo o el pánico, como en un barco que se hunde, surge la experiencia de una luz inmortal que transforma lo que soy. Si Cristo se hizo uno de nosotros, y si nosotros ahora participamos de su resurrección, entonces dejamos de ser frágiles, seres inútiles e intrascendentes en los que lo humano casi parece una broma. Somos, porque es Dios quien lo dice, “diamantes inmortales”, tesoros de belleza y de vida para toda la eternidad.

Y esa plenitud comienza aquí y ahora –“quien cree tiene vida eterna”- (Jn 6, 47). Creer en Cristo e intentar vivir como él se convierte en “una fuente de agua que salta hasta la vida eterna” (Jn 4,14). Cuanto hayamos experimentado del amor, cuanto hayamos entregado en el amor, hará de la muerte una suave transición.

Las semillas de eternidad están ya presentes, brotando, fructificando, al vivir amorosamente: “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos” (1Jn 3,14). Lo que Dios hace en nosotros, si acogemos su don, es irnos introduciendo en una plenitud que se prolonga más allá de la muerte. El ascenso hacia el cielo ya está teniendo lugar -¿qué estamos mirando?-.

Es cierto que al acercarnos a la muerte podemos sentir angustia, pero nadie puede quitarnos la libertad de abandonarnos en las manos de Dios, de tal manera que morir sea una entrega orante. Quizá queden heridas no curadas, esperanzas incumplidas o preocupaciones por los que dejamos atrás. Pero también llegan el agradecimiento y la paz por haber sido importantes para algunas personas a lo largo de la vida. Y, sobre todo, por confiar en que el Señor Resucitado pueda llevarnos a través del oscuro umbral. Dios es especialista en Resurrección.

Y si creéis que no estáis en orden, que no sois del todo dignos, pese a todo, no olvidéis nunca, nunca, nunca... que las puertas de la misericordia del cielo -o del corazón de Dios, tanto da- no se cerrarán, aunque no haya ni un justo sobre la tierra. Aunque nos cueste creerlo, el DON no nos es arrebatado nunca-jamás…

Por todo, hoy Jesús se acerca a nosotros como antaño se acercó a la casa de Marta y María y nos pregunta: a la vista de la muerte que parece matar toda vida y todo amor, “¿Creéis, crees que yo soy la resurrección y la vida?”

Si creemos, se romperán las ataduras de la muerte y la vida empezará a ser eterna, pues para eso hemos nacido, para el eterno amor de Dios.

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SEGUNDA…

“Morir solo es morir, morir se acaba…”, por eso nos toca aprender a enfrentarnos a los momentos que podemos considerar de derrota. Son esos momentos los que nos enseñan que la felicidad también es posible en los momentos oscuros de la vida, cuando parece que no haya sino abismo y comenzamos a dudar de un nuevo amanecer, cuando nos toca separarnos de los seres que amamos, sabiendo que se trata de un “¡hasta luego!”, porque la vida, como el amor, es más fuerte que la muerte.

“En la vida no hay explicación para todo y en la fe tampoco”. Nosotros podemos resolver enigmas, pero en el misterio solamente podemos profundizar cada día un poco más. Algo hay evidente, “surgimos de las manos del Amor de Dios y el Amor de Dios siempre entrega eternidad”.

En un determinado momento la fe puede querer ser para los creyentes un sustituto de la falta de explicación del mundo y entonces buscamos un “porqué”, pero este es un camino muy peligroso, porque a veces no lo hay. Entonces no se trata de vivir con una explicación, sino en una aportación de vivir con fe, por más que a veces nos cueste creerlo, que “toda situación está en las manos de Dios”.

A veces -por enfermedad, por muerte- la vida contradice nuestras expectativas, y nosotros que somos personas que necesitamos orden para vivir, que necesitamos lógica, cuando eso no se da no sabemos qué hacer, nos sentimos inciertos, no sabemos dónde apoyarnos, dónde ir y buscamos siempre algo que nos dé seguridades: “si toco esto no me va a pasar nada, si rezo diez veces una oración no me va a pasar nada…”, pero la vida no funciona así, lo sabemos.

Una y otra vez la vida nos pone ante los ojos que somos seres limitados, frágiles, amenazados y que por más que digamos que todo va a ir bien, algunas cosas no van a ir bien. Y es precisamente en esas situaciones adversas que se nos llenan de preguntas cuando nos toca descubrir que la verdadera cuestión no es el ¿por qué?, sino ¿qué hago yo con todo eso que me ha venido?, ¿qué puedo hacer con todo mi dolor?¿Cuál es el verdadero misterio de la vida y de la muerte…?

Ante el dolor inexplicable es importante, antes de dar respuestas, llorar con el que llora, acompañar al que sufre. Corremos el peligro, ante el dolor, de responder negativamente, de ensimismarnos, de encerrarnos en nosotros mismos, porque es lo primero que hace el dolor, como cuando en la cama nos ponemos en posición fetal, protegiéndonos contra todo, como se encoge el cuerno de un caracol cuando lo tocamos; y comenzamos a sentir autocompasión, convenciéndonos de que nada merece la pena.

Nos toca aprender a encarar el dolor positivamente, descubrir la compasión, porque el dolor propio nos hace entender qué les pasa a los demás. El dolor puede generar empatía y la empatía puede generar comprensión y la comprensión genera encuentro y solidaridad.

Debemos tener muy presente siempre que “el icono de la fe es Cristo-Crucificado”, donde se concentra la mayor contradicción del mundo: “lo que es más de Dios está frustrado, está muerto”.

Pero, lo que nos dice la fe es que esa situación está en manos de Dios, y es a partir de ahí cuando nos toca optar, movernos, -“porque en la Cruz, Jesús nos precede”- él sabe lo que nos pasa cuando el dolor nos rompe, y nos acompaña a vivirlo, ofreciéndonos su fe.

No nos quita el dolor, pero lo llena de sentido, y nos mueve para que la vida no quede presa, atrapada, cerrada, sino que pueda seguir dando de sí.

El mundo va a ser siempre contradictorio y no sabremos explicarlo nunca del todo, pero en medio de la contradicción Cristo nos ofrece un camino de fe y un camino de empatía y de amor hacia los demás. Y ese es el Camino, si pretendemos la ‘Verdad’ y la ‘Vida’.

Todo esto tiene mucho de “gracia”: ¿por qué no podemos hacerlo cuando queremos? Porque no depende solo de nosotros, depende de quién nos rodea, de qué nos dicen, del contexto, de que sepamos resistir y esperar -por eso, para un cristiano es fundamental rezar, pero la oración como “contemplación de Cristo-Crucificado”, de lo que verdaderamente es Cristo.

Nos toca aprender a crear “momentos de calidad” -los orantes igual que los amantes-.

Fundamental en los momentos de dolor es: no encerrarnos, llorar, dejarse acompañar, hacer silencio ante la Cruz de Cristo y dar tiempo. Los brotes de dolor seguirán arrastrándonos, pero todo está en las manos de Dios, porque la vida es más fuerte que la muerte…, nos lo dice Cristo-Crucificado, que es la manifestación de hasta qué punto Jesús ha sido libre, solidario y hombre de paz.

Dios antes aún de crearnos nos amó, con un amor que nunca ha disminuido, y nunca se desvanecerá. Y en este amor Él hizo todas sus obras, y en este amor Él hizo de modo que todo tenga su sentido, su misión, y en este amor nuestra vida dura para siempre… En este amor tenemos nuestro principio, y todo esto lo veremos en Dios sin fin.

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TERCERA…

A veces nos preguntamos ¿quién se acordará de nosotros cuando hayamos muerto?, casi como un canto desesperado, con la extraña sensación de que el mundo seguirá sin nosotros como si nada. Pero, nos olvidamos de que a Dios no le dio lo mismo, solo a Él pertenecemos. Salimos de sus manos y a sus manos volvemos: “¡Levántate, amada mía, hermosa mía, y ven!” (Cantar de los Cantares 1,28): la muerte, ¿nos atreveremos a verla como esta invitación que Dios nos hace de volver a Él?

La muerte no es una desgracia: es una vocación, una llamada: “Ven, porque ha pasado el invierno, las lluvias han cesado y se han ido, brotan flores en la vega. ¡Levántate, amada mía, hermosa mía y ven a mí!” (Cantar de los Cantares 1, 11-13).

“Maestro -¿dónde vives?-, le preguntaron dos jóvenes a Jesús, y él les respondió: “Venid y lo veréis” (Jn 1, 38-39). El evangelista nos cuenta que ‘se quedaron con él aquel día’. La muerte es ir y ver: entrar donde él mora y quedarse a su lado todo ese largo día -quizá un instante sin tiempo, permanentemente presente- que se llama eternidad. Esa es la verdadera vida que desde aquí no nos es dado contemplar, pese a que de algún modo la intuimos.

¿A qué hora está bien volver a casa? ¿Dónde está escrita la magnitud del don? A los que nos aman siempre les parecerá demasiado pronto, y nadie aceptará un consuelo que no quiere por la sencilla razón de que no queremos ser consolados. Pero, solo pertenecemos a Dios, para los demás, con todo su amor, no somos sino un préstamo que no se retira, pero sometido a mutaciones, a todos esos cambios que nos harán finalmente descubrir, también a nosotros, la verdadera vida, la esencia divina de toda vida humana.

En contra de todo lo que nos parezca, al fin y al cabo solo podemos contemplar desde este lado, nadie se muere solo, por mucho que les cueste a filosofastros y poetastros. Nos acompañan los felices de la otra orilla, como siempre lo han estado haciendo, porque el río de la vida transcurre entre dos orillas. Se trata de un salto del que nos recogen las manos de Dios. El dolor de los que aquí quedan no es más que otra expresión del amor, lo único por lo que de verdad merece la pena haber vivido, el verdadero sentido de la vida divina en Dios.

Jesús no saltó del alero del templo (como le pedía el tentador), pero no tuvo inconveniente en descender al abismo de la muerte, a la noche del abandono, al desamparo propio de los indefensos: la encarnación también era eso. Se atrevió a dar ese salto como acto del amor de Dios por nosotros. Y por eso sabía que, saltando, solo podía caer en las manos bondadosas del Padre. Así se revela el verdadero sentido del salmo 91, el derecho a esa confianza última e ilimitada de la que allí se habla: quien sigue la voluntad de Dios sabe que en todos los horrores que le ocurran nunca perderá la última protección. Sabe que el fundamento del mundo es el Amor y que, por ello, incluso cuando nadie quiere ayudarle, él puede seguir adelante poniendo su confianza en ‘Aquel’ que le ama.

¡Qué tarde solemos descubrir la esencia de la felicidad, su humildad!

Una chica muy inteligente y muy santa escribió en cierta ocasión a un amigo: “Me gusta creer que después del ligero choque de la separación, sea lo que fuere lo que me ocurra, no experimentarás al respecto ninguna pena, y si alguna vez ocurre que piensas en mí, espero que sea como quien recuerda un libro leído en la infancia. Quisiera no tener jamás otro lugar en el corazón de los seres, para estar segura de no causarles ninguna pena”.

Pero el amor de los que aquí quedan, en sus grados diferentes, se opone a eso, porque al amor no le importa el dolor, siendo capaz de aceptar cualquier cruz. Amar, quizá, en ocasiones, sea no querer hacer sufrir, pero morir ya sabemos que no depende exclusivamente de nosotros… y nuestra ausencia no podrá evitar provocar dolor en la medida del amor que compartimos…

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CUARTA…

El gesto que condensa todo el movimiento de Dios hacia el ser humano lo realizó Jesús en la Última Cena cuando, para lavarles los pies a sus discípulos, se agachó ante ellos. Este abajamiento que ensalza, es la quintaesencia del Evangelio, que nos enseña a enfrentarnos a los momentos que podemos considerar de derrota. Son esos momentos los que nos enseñan que la felicidad también es posible en los momentos oscuros de la vida, en la noche oscura, cuando nos toca separarnos de los seres que amamos, sabiendo que se trata de un “¡hasta luego!”, porque la vida, como el amor, es más fuerte que la muerte. Es lo que vino a decirnos, entre otras cosas, Jesús de Nazaret, el Cristo.

La nuestra es una vida con esperanza, es decir, con plenitud de sentido, que supera el destino inevitable de la muerte. Dios se hizo hombre para divinizarnos, por eso, nosotros los cristianos no debemos temer a la muerte. Porque la muerte no es el final de la vida.

Nosotros los cristianos sabemos que él -Jesucristo- vino y se fue; se fue, pero se quedó con nosotros; se quedó, pero volverá; y antes de que vuelva, nosotros iremos a él...

            Los sentimientos que debemos desear tener ante la inminencia de la muerte –y que ya debemos tener, ahora- no debieran ser otros que estos: ¡PENSAR QUE VOY A DESCUBRIR LA TERNURA!... Es imposible que Dios me decepcione. ¡La simple hipótesis es absurda! Iré a él y le diré: No apelo a nada más que a haber creído en tu bondad. Pues ahí está mi fuerza, toda mi fuerza, mi única fuerza. 

            Nuestro juez es aquel que todos los días subía a la azotea y miraba al horizonte para ver si volvía el hijo pródigo. ¿Quién no desearía ser juzgado por él? San Juan escribe: “Quien teme, no es aún perfecto en el Amor” (1Jn 4, 18).

              En el fondo de muchos –“Señor, no soy digno”-, late un espantoso orgullo... Una cosa hay, por consiguiente, cierta, y que debemos repetirnos a nosotros mismos: SOY AMADO, YO, YO MISMO, y mimado por una ternura secreta, pero vigilante.

       Si estuviera en pecado, no tendría más que decir: “Perdón”, para despertar en el rostro de mi Padre una sonrisa elocuente. Si sólo soy tibio y sin verdadera belleza, con el polvo de los pecados veniales pegado a mi piel, entonces necesito creer que el Amor me está mirando, como una madre mira a su hijo travieso que acaba de ensuciarse la cara con el dulce que ha robado.

                 Padre, si tuviéramos que ser dignos de tu Amor para atrevernos a aceptarlo, Tú ya no serías tú, no serías ya el AMOR..

Jesucristo nos desveló el camino, nos descubrió el camino, para que todo el que cree en Él tenga vida eterna. Por eso no debemos tener miedo de atravesar esa puerta y, quién sabe si sorprendidos, nos descubriremos diciendo: ¡Entonces eras tú, y estabas aquí! ¿Cómo no lamentar la pérdida de los seres que amamos? Pero eso no debe hacernos olvidar dar gracias por la vida que nos dieron, la vida que vivieron con nosotros, por la vida que nos descubrieron...

Por lo tanto el problema no está en la muerte, sino en la postura personal ante la muerte: si la miro como una trágica pérdida o como un cambio de dimensión existencial. Lo que de verdad nos aflige es la idea que tenemos de la muerte -desde aquí-, no la realidad de la muerte en sí -que va más allá-. Todo ese dolor que nos parte el alma debe ser aprovechado para darnos cuenta de que esa presencia-ausente la podemos vivir de otra manera, con las lágrimas de la paz.

Quién sabe si este latigazo a nuestra rutinaria vida no nos servirá para despertar de una vez, a nosotros, que hemos aprendido a volar como los pájaros y a nadar como los peces, pero seguimos ignorando el pequeño arte de leer la radiografía de la vida… Y de la muerte. Nos quedamos, tantas veces, a la puerta de nuestra casa, sin atrevernos a entrar en ella, tiritando de miedo y de frío. Nos cuesta a todos cambiar, por el temor a lo nuevo, y así nos negamos, llenos de prejuicios, a vivir la profundidad de nuestra existencia. Vivimos al estilo de los bonsáis, un árbol al que se le impide crecer. Se busca que viva, sin sobrepasar unos límites, que no debemos ponerle a la vida.

Corremos el peligro de que se nos olvide que el Creador de la vida se solidariza con la muerte de cada ser humano. En todo funeral hay una cruz que preside el rito. También hay un cirio encendido, es la Pascua: Dios muere como un hombre para que el ser humano muera como Dios. La verdadera manifestación de Dios se encuentra en la Cruz de Jesús. Precisamente en lo que supone de abandono, cuando más precisaba la mano que lo debía rescatar.

Esto, que es un escándalo para la mente humana, es la clave donde más se revela el amor. Es el momento de abandonar la larva para que brote la mariposa. Es el parto de la Cruz, donde Dios se manifiesta en su propia muerte. El ser humano no puede comprender con su razón cómo Dios mismo se puede rendir a una muerte física. Son los límites de la razón…

La Resurrección de Cristo es impensable sin el acontecimiento de la muerte de Dios en la Cruz de Jesús. Este límite es el punto de partida de la fe. Resucitando a Jesús, Dios comienza la nueva creación. Sale de su ocultamiento y revela su intención última, lo que buscaba desde el comienzo al crear el mundo: compartir su felicidad infinita con el ser humano..., con todos nosotros…

…con cada uno de nosotros, pues para eso hemos nacido, para el eterno amor de Dios...

Mas allá de la historia, de nuestra personal historia, entramos en el ámbito del Amor, y el Amor no pasa nunca…

…Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales…/.