EN EL MANANTIAL

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ESTUDIO DEL PINTOR

jueves, 12 de marzo de 2020

EL MAESTRO SUFRIMIENTO


EL MAESTRO SUFRIMIENTO

Con que facilidad nos deja la muerte sin palabras. De pronto no sabemos qué decir. Vivimos muchas veces fluctuando entre la luz de Dios y las tinieblas, olvidando que Dios ama la vida en el fracaso, en lo que nosotros consideramos fracaso, tanto como en el éxito. Nos cuesta creerlo, pero la vida eterna está aquí. La vida eterna es ahora. Pero nos da miedo esta evidencia.
No deja de ser curioso que justamente en aquello que no nos atrevemos a mirar esté Dios esperándonos, para reconfortarnos y quitarnos todos los miedos, para hacernos verdaderamente libres.
La aceptación momentánea de todo tal como es –morir, por ejemplo- vale más que mil años de piedad. A veces, bastaría con que hiciésemos del tiempo nuestro aliado, aunque siempre lo es, incluso cuando creemos tenerlo en contra. Para el cristiano la vida no es un problema que haya que resolver, ni una pregunta que haya que responder. La vida es un misterio, con un fondo difícil de ver, que a veces se manifiesta como abismo, quizá de inimaginable miseria, pero en el que también nos persigue el amor de Dios.
Si nos atreviésemos a despertar nos daríamos cuenta de que la fuente de todo el sufrimiento humano es considerar permanente lo que por esencia es pasajero; y se nos olvida que Dios nos ha propuesto un plan de amor interminable. Que pueda Cristo decir de mí: “Este es mi cuerpo”. Y Él, que es el camino, la verdad y la vida, nos susurra al oído: Deberías aprender a contemplar tus pecados para ver que el arrepentimiento alcanza su plenitud cuando uno consigue agradecer hasta sus propios pecados. Porque hay puertas a las que sólo podemos llamar para agradecer… En Getsemaní Cristo nos enseña a pedir “que se haga tu voluntad, no la mía”.
La oscuridad revela la ardiente belleza de la llama que, abrazada al tronco, lo ilumina y consume. Para conseguir una auténtica felicidad, hay que liberarla de las trampas: la principal es quizá la que afirma que sólo se puede ser feliz en los momentos luminosos de la vida; que en la felicidad nunca caben las lágrimas. Pero es posible una alegría profunda. Hecha de risas y lágrimas, capaz de vivirse en los momentos de euforia y de fiesta, pero también en las horas más oscuras. Es posible un gozo con raíces hondas, que se disfruta en los días radiantes, pero que no se apaga sin más ante la dificultad y la zozobra. Es posible la alegría, también de noche, en la noche oscura. Es posible, en fin, una felicidad liberada de la tiranía de sentirse bien a toda costa.
¿Por qué nos da miedo la muerte? Si al bebé, en la oscuridad del útero materno, se le dijera que fuera hay un mundo de luz, con altas montañas, grandes mares, onduladas llanuras, hermosos jardines en flor, arroyos de aguas frescas y cristalinas, un cielo cuajado de relucientes estrellas y un sol naciente, y tú, frente a todas estas maravillas, sigues encerrado en esta oscuridad. Igual que el nonato no sabe nada de estas maravillas, tampoco nosotros creemos nada de esto, cuando nos enfrentamos a la muerte… por eso tenemos miedo. Alguien podría decir que la muerte no puede ser luz porque es el final de todo, pero… ¿Cómo puede ser el final de algo que no tiene principio? La vida no es algo entre dos vacíos, sino entre dos plenitudes. Así pues, no podemos estar tristes en esta “noche de bodas” de nuestro matrimonio con la eternidad.
Es cierto que a veces parecen caer sobre nosotros un conjunto exagerado de sufrimientos. No lo entendemos, por más vueltas que le demos. Prácticamente todo el que intenta acercarse a Dios de manera realista, instalar la lógica de la fe en su vida, ser verdadero discípulo de Cristo, pasa un día u otro por esta clase de pruebas. No son dolores estándar, sino que están “hechos a la medida” de cada uno. Sin pasar por aquí no creo que se pueda creer en Dios, esperar en Dios, amar a Dios desinteresadamente, sin amarse a sí mismo egoístamente.
En esos momentos no se nos pide ser muy fuertes. No se le pide al trigo ser fuerte cuando se le muele, sino que deje que el molino lo haga harina. Es raro que en esos momentos comprendamos qué utilidad puede tener ese sufrimiento. Sólo tiene la apariencia de una monstruosa contradicción, no reconocemos la cruz en él. Es solamente después cuando llegamos a comprender que por ese sufrimiento “llegamos a ser lo que verdaderamente somos”.
Pero, actualmente, en determinados medios y ambientes, comienza a darse un silencio total con respecto a Dios. Por una extraña sustitución, la creación ocupa el “espacio” del Creador. Este silencio parece no alertarnos. Un peligro mayor se acerca a la Iglesia sin hacer ruido. El peligro de un tiempo, de un mundo en el que Dios ya no será negado ni combatido, sino excluido, donde será impensable -ninguna pobreza humana es semejante a esta-. Un mundo en el que querremos gritar su nombre, pero en el que entonces [nosotros] no podremos lanzar ese grito, porque ya no tendremos sitio donde poner los pies.
Todo ser humano, independientemente de su ideología política, de su religión, es primero, ante todo, nuestro hermano de creación. Este estado de ‘hermano’ ordena para nosotros las reacciones tanto lúcidas como severas que podamos tener cara a él. Pero ni la formación política más eficiente puede destruir a la persona que Dios ha creado. A ella nos tenemos que dirigir, cualesquiera que sean las deformaciones o desviaciones que tenga que haber soportado. Su corazón es un corazón humano, aquel al que Cristo se dirigió y al que quiere hablar a través de nosotros.
Y si creéis que no estáis en orden, que no sois del todo dignos, pese a todo, no olvidéis nunca, nunca, nunca... que las puertas de la misericordia del cielo -o del corazón de Dios, tanto da- no se cerrarán, aunque no haya ni un justo sobre la tierra. Aunque nos cueste creerlo, el DON no nos es arrebatado nunca-jamás…
Por todo, hoy Jesús se acerca a nosotros como antaño se acercó a la casa de Marta y María y nos pregunta: a la vista de la muerte que parece matar toda vida y todo amor, “¿Creéis, crees que yo soy la resurrección y la vida?”
Si creemos, se romperán las ataduras de la muerte y la vida empezará a ser eterna, pues para eso hemos nacido, para el eterno amor de Dios…
(M.D. & cía., OFM)            

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