EN EL MANANTIAL

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ESTUDIO DEL PINTOR

jueves, 3 de octubre de 2019

SAN FRANCISCO DE ASÍS



DONDE NACEN LOS RÍOS

Hay algo que nos lleva a la condición de vivir “allí donde nacen los ríos”, es decir, en una dimensión diferente, trascendente a la de nuestra experiencia terrena.
Cuando de algún modo, en el viaje de nuestra vida, hemos encontrado lo que hay que encontrar, nos damos cuenta de que no es de este mundo, donde todas las cosas son efímeras. Nada nos evitará las lágrimas, pero éstas pueden ser de muchos tipos: dolor, tristeza, alegría… Hay una victoria trágica en la vida de cada persona, un triunfo que nos llega a través de la imagen del fracaso, o de lo que hasta entonces consideramos fracaso; es la paradoja de la vida espiritual.
Vista desde los condicionamientos de este mundo, la vida bien podríamos definirla como un viaje trágico, un verdadero fracaso, pese a todo, que termina con la derrota de la muerte. Pero la misma frase es ambigua: porque la que parece que nos derrota, termina siendo la derrotada. Nadie podrá entender esto sin pasar por aquí.
Pero, el triunfo del que hablamos “no es de este mundo”, porque el nacimiento espiritual que nos es concedido a través de la muerte, visto desde el nivel mundano de la mente ordinaria, es como una muerte. Y lo cierto es que no puede ser de otra manera.
A veces nos atascamos en la idea de que verdaderamente todo es inútil. Pero, esto sólo es así desde la perspectiva de una visión inmadura de la vida, de la búsqueda y de lo que haya de ser encontrado al final. El fracaso egoico -el fracaso del yo- como evento central de un camino que es inherentemente un camino de autoaniquilación es, por supuesto, un éxito. Por eso es apropiado que nuestra última victoria semeje un fracaso: “¿Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.
Debemos comprender la verdad de la impermanencia. No nos vamos con las manos vacías. No somos el mismo que nació e inició el viaje, somos, al final, personas distintas, con la sensación de que, pese a todo, el viaje, ha valido la pena…, y continúa, de un modo sólo accesible a los ojos del corazón.
Así como el fuego en su evanescencia evoca la vida, hay una aparente inmutabilidad que sugiere la muerte, pero muerte en un sentido de algo que trasciende a la muerte misma: una permanencia que no es de este mundo, donde todo es impermanente, pero donde también es posible un conocimiento de lo impermanente, una sabiduría o una conciencia más allá de todo lo transitorio. La vida no es algo que se termine nunca…
Hay viajes que nos descubren al final que la “otra orilla” en cuya búsqueda partimos no era otra que aquella que habíamos dejado atrás, sólo que iluminada por la conciencia de la muerte.
De una manera velada, toda nuestra vida nos remite al hecho paradójico de que el viaje no necesita hacerse y que, sin embargo, nadie puede saber esto plenamente sin haberlo realizado.
Es entonces cuando nos es dado conocer el por qué de las lágrimas y de la paz.

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